GLORIA ARIAS NIETO | El Nuevo Siglo
Viernes, 7 de Octubre de 2011

Un erizo tan perfecto, tan triste y feliz

En el trópico la lluvia llueve distinto. Mejor dicho, suena distinto.
Es el “suspiro de las hojas”, me dijo un amigo. Entonces hoy y aquí, mientras suspiran las hojas de estos árboles enormes que tienen sus raíces por fuera de la tierra, intento recuperar una a una, otras hojas -364 para ser exacta-; son rectangulares y ligeramente porosas, tienen un lejano perfume a bosque y memoria, y hace poco me transportaron al número 7 de la calle Grenelle de París.
Comencé a leer La elegancia del erizo un domingo de octubre; ese mismo día, con la dulce nostalgia que produce terminar un viaje maravilloso, subí uno a uno los pisos del edificio donde vivían Paloma y Renée, y llegué a la última página.
Pocas veces he leído un libro tan impecable de principio a fin. Fondo y forma, imágenes, lenguaje y alma, tienen una voz tan perfecta, a la vez tan triste y feliz, como el claroscuro de una noche abierta por la luz de las estrellas.
Me parece casi falto de pudor literario, atreverme a escribir sobre un libro al que no le falta ni le sobra nada. Nada, excepto las instrucciones pertinentes para que uno, como lector, sepa cómo grabar cada línea, sin opción de olvido, en el disco duro del corazón.
Por La elegancia del erizo caminan la infancia y la genialidad, la soledad acompañada, la hipocresía de los políticos y la política de los hipócritas; caminan ministros y porteros, los paradigmas de Occidente y el ritmo -casi un dibujo- del espíritu oriental. Y sobre todo ello y todos ellos, flota la intangible presencia de la muerte, la imperiosa fuerza de la vida y la íntima necesidad de cada uno, de ser redimido, así se muera en el intento.
De la mano de Marcel Proust y de Paul Vermer, el arte (“el arte es la vida, pero con otro ritmo”) y la literatura, se presentan en el libro como incondicionales aliados de la humanidad. Tan aliados como pueden ser la amistad, la ilusión y el amor, sentimientos que salvan de la soledad y del vacío a los protagonistas creados por la autora del Erizo, Muriel Barbery; ella -francesa nacida en Marruecos en la primavera del 69, y profesora de filosofía en la Universidad de Borgoña- le da a Mozart, a Tolstoi y al cine japonés, la virtud de comportarse como antídotos contra la ausencia y la desesperanza.
Dicho sea de paso, tengo una buena noticia: todo parece indicar que lo único irreversible es la Muerte. Así, con mayúscula. No esas muertes cotidianas de las que se puede regresar, siempre y cuando haya quién nos salve. Pero solos no podemos: se necesitan los amigos, la ilusión del amor, y aprender a sentir esos “paréntesis mágicos que le ponen a uno el corazón al borde del alma porque, fugitiva pero intensamente, una pizca de eternidad ha venido de pronto a fecundar el tiempo”.
Suspiro. Suspiran los secretos, la esperanza y El erizo. Afuera sigue lloviendo. “Suspiran las hojas”, y yo también. Y sí. Sí, Paloma: la vida tiene sentido.