Decían que el jugador de ajedrez y el que fumaba pipa tenían que ser buenas personas porque no les quedaba tiempo para hacer nada más.
El juego nace en la India en tiempos inmemoriales y está relacionado con las matemáticas. Al parecer un rey hindú, agobiado por el tedio, prometió un gran premio a quien lo liberará de su aburrimiento. Un sabio le enseñó el juego y el rey fascinado le dijo que eligiera su recompensa. El maestro le pidió un grano de trigo para el primer escaque del tablero, dos para el segundo, cuatro para el tercero, y así seguir duplicándolo hasta llegar al escaque último, 64. El rey asintió al no parecerle gran cosa. Llamaron al ministro de Hacienda para que hiciera la cuenta. Pero la cuenta no llegaba. Pasaron varios días en el cálculo y concluyeron que el número de granos superaba muchas veces todo el trigo que producía el reino.
En la primera guerra, el campeón mundial fue el doctor en matemáticas, el alemán Emanuel Lasker, quien perdió su corona con el cubano José Raúl Capablanca.
La amigable relación entre el juego y las matemáticas continúa. Hoy la inteligencia artificial nos derrota a los meros humanos. Sin embargo, el juego sobrevive. Nos permite asumir nuestros errores con modestia, sin pagar un peaje demasiado elevado como lo cobra el juego más complejo de la vida. Y nos enseña que la posibilidad del temido error nos es consustancial y necesario.
En el imperio español, Alfonso “el sabio” describe el juego en un libro de ajedrez.
En efecto la llamada apertura española es una de las más complejas. Einstein la practicaba con sus contendores, físicos y matemáticos. Y para los entendidos, había estudiado el planteamiento teórico ¡hasta la jugada veinte! La bibliografía sobre el ajedrez sobrepasa la de cualquier ingeniería.
Entre todos los juegos el ajedrez se lleva el campeonato por el número de locos que acoge. El genial maestro Paul Murphy, el orgullo y la tristeza del juego, tras derrotar a los mejores jugadores, regresó a Estados Unidos en donde ingresó en un manicomio. Tenía la obsesión de que le querían robar los zapatos, quizá los veía como sus alfiles.
Se recuerda la paranoia de Bobby Fisher o el alcoholismo del campeón mundial ruso Alejin, quien derrotó a Capablanca. El gran maestro Rubinstein sufría de timidez patológica. Salía del asilo a jugar. No miraba a su contendor. Hacia una jugada y se apartaba escondido hasta que el otro le respondiera.
Sin esa gravedad -cosas de la edad- el campeón colombiano Miguel Cuéllar ya no nos reconocía a sus discípulos, pero sí recordaba la compleja secuencia de la apertura española.
El escritor Arturo Pérez- Reverte se pregunta: “¿No se sintió nunca uno de esos peones de ajedrez pasados, que se olvidan en un rincón del tablero y oyen apagarse a su espalda el rumor de la batalla mientras intentan mantenerse erguidos, preguntándose si queda en pie un rey al que seguir sirviendo?”.