Diplomática sin escrúpulos (I)
Una funcionaria de la Embajada de EE.UU. en Colombia resolvió que la ley del país que representa, la nuestra y varios tratados internacionales son higo podrido con destino a cesta de la basura. El Gobierno de EE.UU. es el más celoso en prohibir gestiones de índole privada a los funcionarios del Departamento de Estado. Las directivas en este sentido son rigurosas. Un compendio de propiedad ética que ha servido de ejemplo para otras cancillerías.
Y aquí entro en antecedentes de la denuncia concreta que haré en mi próxima columna.
Hace aproximadamente dos años falleció una acaudalada dama colombiana. Su nombre fue Berta González Barros, en nada conocida por nuevas generaciones pero bastante por la sociedad bogotana de hace 50 y 60 años porque era hija de un colombiano que figuró en la lista de los más ricos del país, Bernardo González Bernal, cafetero, industrial y fundador de una de las pocas generadoras de energía eléctrica privada que operaron en Colombia. Fue también senador por Cundinamarca, cercano a los presidentes Holguín, Urdaneta y Gómez.
González Bernal tuvo dos hijos, Berta quien nació en EE.UU. y se casó con un diplomático norteamericano fallecido prematuramente y Luis, uno de los diplomáticos de más sólida y larga trayectoria que ha tenido Colombia. Educado en Ias universidades de Georgetown, Oxford y Lyon, fue el único conservador (junto a Hernando Pastrana Borrero) que el presidente Barco mantuvo en su cargo como Embajador en Alemania. Sibarita y ser espléndido, constantes suyas fueron generosidad y humor exquisito.
Pues bien, Berta, viuda y Luis, soltero, llegaron al final de sus vidas sin hijos y dueños de un patrimonio importante (dentro de la categoría de lo que los anglosajones llaman old money) avaluado en varios millones de dólares, compuesto por finca raíz rural y urbana, acciones, títulos y multimillonarios depósitos bancarios sanctos en EE.UU. y non sanctos en el paraíso fiscal de Luxemburgo.
Berta y Luis habían otorgado dos testamentos idénticos por virtud de los cuales se heredaban íntegra y mutuamente. Si fallecían los dos, quedaba un testamento único, en cuya redacción participó el abogado Roberto Escallón Ricaurte. Esto supe yo de boca de ellos un sábado de 1996, en su majestuosa casa estilo inglés, porque así lo confiaron a mis padres, con quienes compartieron amistad, que venía de abuelos y bisabuelos, y al autor de esta columna, durante un almuerzo.
Luis, nacido en familia agricultora y ganadera pero ignorante del tema, sabía acudir al consejo de expertos, como lo fue mi padre. Yo era el único medianamente joven sentado en la mesa, donde siempre hubo cristal Val Saint Lambert, vajilla Sevres y cubiertos de plata Lamerie genuinos.
El lunes siguiente recibí en mi oficina de la Universidad de la Sabana una llamada de Luis. Quería decirme algo y me esperaba para disfrutar un apetitoso cognac Maison Dudognon en su biblioteca. Yo le invertí la invitación con un almuerzo argentino en el restaurante principal de mi universidad. Allí me dijo que beneficiarios de este testamento eran primos hermanos y entidades de beneficencia pero mayoritariamente la fundación que debería constituirse bajo el nombre Bernardo González Bernal. Luis quería el nacimiento (fueron sus palabras) de un “think tankacadémico serio, a lo gringo, un Heritage Foundation que tenga orientación conservadora, como Brookings Institution la tiene liberal”.
De lo que siguió, testamentos, abusos e ilegalidades de toda suerte y mi denuncia sobre la diplomática tramposa invito a leer la otra semana.
juan.jaramillo-ortiz@tufts.edu