Juventud bartolina | El Nuevo Siglo
Sábado, 14 de Enero de 2017

Hace unos días recibimos  una carta de un condiscípulo, el doctor Carlos Ospina. Nuestra respuesta queremos compartirla con neutros lectores.

“Apreciado Carlos:

Tu fraternal y amable carta nos  ha producido  un verdadero tsunami emocional. De un sólo golpe -golpe mágico- tus evocaciones revivieron en nuestra  memoria unas vivencias que, son las  más felices en nuestra  ya casi octogenaria existencia Fueron épocas de infancia y adolescencia al abrigo de las aulas bartolinas, en donde  aprendimos que vivir  debe ser una comunión  ético permanente. De la mano -y de la regla, en ocasiones- del hermano Lizcano y luego del hermano Becerra, fuimos asimilando  la regla  de oro de la convivencia social es el respeto para con los demás, a partir del respeto consigo mismo. Eran otros tiempos. Tiempos de acatar a los mayores y obedecer  a nuestros maestros. Y  de tener y observar un genuino amor y orgullo por la  familia, Esa de la que tú y yo estamos tan orgullosos y valoramos tanto, porque tanto les debemos.

La misma organización académica y la programación de nuestros tiempos escolares  estaban diseñados para sacar el mayor fruto de nuestros estudios y descansos Desde las  siete de la mañana, cuando  acudíamos  a la misa diaria, en nuestra hermosa capilla de grandes vitrales renacentistas, comenzaba esa batalla por hacernos mejores personas. Te acuerdas, querido Carlos, como en una especie de compasivo seminternado, desayunábamos "aconductados" e íbamos a nuestra "división" en donde, por cuarenta y cinco minutos, nos dedicábamos a preparar la primera clase del día, a la que asistíamos de inmediato por otros cuarenta  y cinco minutos. Y así sucesivamente a lo largo de esos felices días.

Era una vida espartana pero feliz. Moldeada por el espíritu de Ignacio de Loyola, creador de la Compañía de Jesús cuatro siglos atrás. Una Compañía que tenía y tiene cientos de colegios y universidades alrededor de todo el mundo. Uno de sus batallones lo fundaron en Bogotá,  en el señorial barrio de La Merced, una pléyade de  ilustres formadores, de la talla de los padres Félix Restrepo, Arturo Montoya, Hernán Mejía, Fernando Barón,  Jorge Hoyos y Rafael María Granados y tantos otros que merecen toda nuestra gratitud y todo nuestro reconocimiento.

Con ese bagaje de  incomparables  enseñanzas hemos podido usted y yo, así como otros miles de condiscípulos,  transitar audazmente  por muchas latitudes, con la frente en alto y hemos podido enfrentarnos exitosamente a no pocos obstáculos y adversidades. En estos tiempos de relativismo moral y de materialismo dialéctico, todo lo aprendido ha sido para nosotros no solo una férrea coraza sino también  un sólido soporte. Que, además, nos ha servido para legar a nuestros hijos un buen ejemplo de vida. Por todo ello ha sido  gratificante y enriquecedor  volver sobre nuestros pasos.

Un epilogo bartolino: por estas calendas, hemos acompañado a su última morada a un gran amigo y condiscípulo de esos tiempos, Don Fernando de Mendoza, señor a carta cabal y amigo inmejorable. El, mejor que nadie, encarnaba todas las virtudes del bartolino ejemplar”.