Hace unos días recibimos una carta de un condiscípulo, el doctor Carlos Ospina. Nuestra respuesta queremos compartirla con neutros lectores.
“Apreciado Carlos:
Tu fraternal y amable carta nos ha producido un verdadero tsunami emocional. De un sólo golpe -golpe mágico- tus evocaciones revivieron en nuestra memoria unas vivencias que, son las más felices en nuestra ya casi octogenaria existencia Fueron épocas de infancia y adolescencia al abrigo de las aulas bartolinas, en donde aprendimos que vivir debe ser una comunión ético permanente. De la mano -y de la regla, en ocasiones- del hermano Lizcano y luego del hermano Becerra, fuimos asimilando la regla de oro de la convivencia social es el respeto para con los demás, a partir del respeto consigo mismo. Eran otros tiempos. Tiempos de acatar a los mayores y obedecer a nuestros maestros. Y de tener y observar un genuino amor y orgullo por la familia, Esa de la que tú y yo estamos tan orgullosos y valoramos tanto, porque tanto les debemos.
La misma organización académica y la programación de nuestros tiempos escolares estaban diseñados para sacar el mayor fruto de nuestros estudios y descansos Desde las siete de la mañana, cuando acudíamos a la misa diaria, en nuestra hermosa capilla de grandes vitrales renacentistas, comenzaba esa batalla por hacernos mejores personas. Te acuerdas, querido Carlos, como en una especie de compasivo seminternado, desayunábamos "aconductados" e íbamos a nuestra "división" en donde, por cuarenta y cinco minutos, nos dedicábamos a preparar la primera clase del día, a la que asistíamos de inmediato por otros cuarenta y cinco minutos. Y así sucesivamente a lo largo de esos felices días.
Era una vida espartana pero feliz. Moldeada por el espíritu de Ignacio de Loyola, creador de la Compañía de Jesús cuatro siglos atrás. Una Compañía que tenía y tiene cientos de colegios y universidades alrededor de todo el mundo. Uno de sus batallones lo fundaron en Bogotá, en el señorial barrio de La Merced, una pléyade de ilustres formadores, de la talla de los padres Félix Restrepo, Arturo Montoya, Hernán Mejía, Fernando Barón, Jorge Hoyos y Rafael María Granados y tantos otros que merecen toda nuestra gratitud y todo nuestro reconocimiento.
Con ese bagaje de incomparables enseñanzas hemos podido usted y yo, así como otros miles de condiscípulos, transitar audazmente por muchas latitudes, con la frente en alto y hemos podido enfrentarnos exitosamente a no pocos obstáculos y adversidades. En estos tiempos de relativismo moral y de materialismo dialéctico, todo lo aprendido ha sido para nosotros no solo una férrea coraza sino también un sólido soporte. Que, además, nos ha servido para legar a nuestros hijos un buen ejemplo de vida. Por todo ello ha sido gratificante y enriquecedor volver sobre nuestros pasos.
Un epilogo bartolino: por estas calendas, hemos acompañado a su última morada a un gran amigo y condiscípulo de esos tiempos, Don Fernando de Mendoza, señor a carta cabal y amigo inmejorable. El, mejor que nadie, encarnaba todas las virtudes del bartolino ejemplar”.