Todo parece indicar que si Hillary Clinton no gana las elecciones presidenciales norteamericanas el próximo martes será por culpa de no haber sabido despertar el suficiente entusiasmo entre sus electores y no haber logrado irradiarles la confianza de que es una política fiable y, en consecuencia, honesta. Las últimas denuncias del FBI sobre la eventual posibilidad de que se reabra la investigación sobre el uso de sus correos electrónicos oficiales cuando fue Secretaria de Estado han caído como una bomba en pleno corazón de su campaña y han vuelto a proyectar la imagen de una mujer manipuladora y no muy transparente en sus actuaciones como figura pública. Por cuenta de este grave traspié su rival Donald Trump ha logrado alcanzarla en las encuestas de intención de voto y, a pesar de todos sus defectos y falencias, está dando la sensación de ser un candidato más frontero y, por ende, más transparente, si es que se puede hablar de transparencia en estos comicios tan controvertibles.
El tema de la confianza pública se ha vuelto factor determinante en estos tiempos modernos, en donde las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones son omnipotentes y omnipresentes. El caso en Colombia es muy similar. Aquí el presidente Juan Manuel Santos no ha sabido ni ha podido ganarse la confianza de sus gobernados .Pese a sus denodados y sinceros esfuerzos por alcanzar y consolidar la paz, no ha podido concitar y ganarse la fidelidad de sus gobernados. En todas las encuestas la imagen del mandatario se mantiene a la baja, llegando a un pírrico veinticuatro por ciento de aceptación. Esas mediciones son igualmente pesimistas sobre la forma como van las cosas en nuestro país. En cambio su principal oponente, el expresidente y hoy senador Álvaro Uribe Vélez, cosecha índices mucho más satisfactorios, a pesar de que muchas de sus actuaciones son muy criticables.
Lo curioso es que esa falta de confianza y por ende de credibilidad, parece que es cada día más común entre muchas democracias occidentales. Sin ir muy lejos nuestra vecina Venezuela las padece en grado superlativo, sin mencionar al folclórico Brasil y a la caótica Argentina. Igual crisis ha venido viviendo España, en donde gracias a un apoyo de los populares y a una abstención de los socialistas, el poco carismático Mariano Rajoy ha logrado su investidura, después de diez meses de padecimientos. En todos los casos analizados hay un común denominador: una profunda polarización y una aguda confrontación. Escenarios en donde la gobernabilidad brilla por su ausencia e impide llevar a cabo programas de gobierno de gran aliento y reformas verdaderamente sustantivas.
En el fondo de todo esto puede estar la forma como hoy se ejerce el quehacer político. La ausencia de verdaderos líderes ejemplares, con talla de estadistas inspirados e inspiradores. La devaluación sistemática de los valores tradicionales y aquello de que todo vale con tal de lograr los propósitos perseguidos. Y una constante: Unas clases políticas sin clase, que ha mandado a la ética de vacaciones. Lo más grave es que esto ha producido, por sustracción de materia, una rampante corrupción, que todo lo corroe y contamina.