Hay rasgos que definen a una persona, a una nación. Lo sabemos a ciencia cierta por un golpe de intuición, siempre y cuando no los analicemos. Uno puede pasar de la intuición al análisis, pero en cambio no se puede pasar del análisis a la intuición. El acto creativo de la intuición no es sustituible. En el arte y la historia abundan los casos decisivos de esa forma de tomar decisiones, en contra de toda previsión de cualquier posterior autopsia de los hechos cumplidos. Un académico no realiza esa proeza solo por serlo. La ciencia positiva de ayer trató de explicar la ligereza del venado, descomponiéndolo en partes. No es extraño que esa forma de pensar coincida con el actual apocalipsis atmosférico. Y ese pensamiento que, como todo pensamiento, tendió a la acción, se puso al servicio del codicioso engranaje económico en aras de un mejor futuro. Las generaciones digitales están en una casa en llamas, y leen con sorna las previsiones de sus abuelos progresistas, con muchas explicaciones tipo Pinker, de por qué deberían de sentirse mejor que hace cien años.
Aceptamos sin más que el Quijote es iluso. Otelo celoso, Hamlet dubitativo. Del mismo modo que se reconoce al español por ser corajudo, al francés por su inteligencia, como rasgos no absolutos sino distintivos.
Lo que caracteriza a Estados Unidos es su materialismo, no filosófico, práctico. Dicen “In God we trust” pero en sus dólares. Y es una confianza sin límites en el acto del poseer, no del ser. De ahí que sea el país más contaminante del mundo, de la historia del mundo. El análisis de lo demás se verá en el historial si queda mundo, pero ese es su aspecto distintivo. Y así se han enfrentado con ferocidad a otras culturas. Y en ese choque surgió el terrorismo.
El gran director de cine Stanley Kubrick mostraba como la generación de los años 60, criados con hamburguesas, en esa cultura hedonista y material, llegaba a matar o a morir en Vietnam y se ponían a cantar patéticas canciones de Mickey Mouse, de la Disneylandia mental en la que vivían.
Naturalmente les fue mal a pesar de los cientistas tecnólogos de guerra.
Los vietnamitas estaban dispuestos a morir por algo que tiene valor, pero no tiene precio.
Si el lector sopesa algunos actos terroristas, sin justificarlos claro está, como el de las torres gemelas en Nueva York, notará lo que la prensa no subrayó. Esta pormenorizó con razón el horror de lo ocurrido. Pero no se detuvo a desmenuzar el curioso currículo de los perpetuadores. Más de veinte con título universitario, unos con posgrado, hablaban varios idiomas, algunos habían sido directores de empresas, y no había entre ellos pobres necesitados. Aprendieron a volar sin preocuparse por saber aterrizar… La pregunta es ¿cuántos estadounidenses de similar estatus estarían dispuestos hoy a ese acto de autoinmolación, por salvaguardar digamos, la libertad de opinión? Se trató de un crimen, pero sopesemos lo que significa.