Uno de los problemas mayúsculos que dejó la Constitución de 1991 fue la atomización del poder judicial. De dos Cortes que venían en la tradición institucional colombiana, pasamos a cuatro; se emancipó el control constitucional en una nueva Corte, formando rancho a parte y se creó el Consejo Superior de la Judicatura, con sala Disciplinaria, hoy la Comisión de Disciplina Judicial y la Sala Administrativa, también compuesta por cinco Magistrados. Por supuesto, que en todos estos años hemos visto los famosos choques de trenes, entre todas las Cortes de cierre, dando un espectáculo frente al ciudadano, que lo lleva a perder la confianza y la seguridad que debe tener sobre sus jueces.
Como si semejante escisión de la Rama Jurisdiccional fuera conveniente, viene el Proceso de paz y crea otra Jurisdicción, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), otra supercorte, que configura la quinta en la organización judicial del país. Ya desde hace rato saltaron las ideas y propuestas de recoger al máximo la dispersión existente en el poder judicial. Una real y verdadera democracia supone de ramas fuertes y lo que se hace en los últimos tiempos es precisamente debilitar la rama judicial, que está llamada a ser la columna de hierro en una democracia.
Luego aparecen los jueces de tierras que creados para adelantar los reclamos de víctimas que han sido despojadas por la acción del paramilitarismo se han convertido en ruedas sueltas, que fallan en única instancia, contrariando la Constitución, con un mero recurso de revisión que no encuentra espacio, en la exagerada jurisprudencia que ha planteado la Corte Suprema para darle vía a dicho remedio. Algunos pillos se han aprovechado de esta jurisdicción para levantar pantomimas para hacerse a tierras que nunca habían tenido.
Viene ahora el Gobierno que comienza y se propone escindir la función jurisdiccional de la justicia ordinaria, separando la jurisdicción agraria, que tiene que ver con el derecho de propiedad, esencia y razón de ser del ius civile. Los conflictos de la propiedad, urbana o rural, siempre han sido de competencia de la jurisdicción ordinaria.
Se radicó en el Congreso el proyecto de acto legislativo para crear la Jurisdicción Agraria y Rural. Se dice que “se busca saldar una deuda pendiente con la implementación del Acuerdo de Paz y del acceso a justicia para los campesinos y demás personas que viven en predios rurales”. Lo que ahora se propone crear, es otra supercorte, la Corte Agraria y Rural, con todo un aparato jurisdiccional, que nuevamente divide la función y la desarticula del sistema judicial ordinario.
La propuesta implica nada más y nada menos que sustituir la carta fundamental. Aparte de la no deseable atomización de la rama jurisdiccional, que hace real el aforismo, “divide y reinaras”, tampoco pareciera ser oportuno la creación de una rama paralela de tierras, por elementales razones de gasto público.
Así se consolida el golpe de estado a la rama jurisdiccional del poder público; primero con la JEP, y ahora con la jurisdicción agraria y rural. Nuestros jueces, según estas creaciones, no eran idóneos para administrar justicia en tiempos de paz, había que reemplazarlos.