Cuando niña, me preparaba para celebrar la noche de las velitas, el 7 de diciembre, desde días antes. Había que ir a la plaza de mercado a comprar docenas de velitas de todos los colores para decorar el frente de la casa, y faroles llenos de ventanillas que dejaran escapar la luz, para colgar de árboles y ventanas.
Lo más importante era ir a una papelería a seleccionar, con alguno de mis cuatro hermanos, el papel de seda, la madera de balso y la goma para hacer los globos, además del soporte de alambre, la estopa y la gasolina para encenderla.
Ya, con todo lo necesario, comenzábamos la fabricación esas fabulosas linternas de papel colorido que flotarían por el aire el 7 de diciembre en la noche, para celebrar la Inmaculada Concepción de la Virgen. Aunque amaba a la Virgen con todo mi corazón de niña, cómo aún lo hago, no tenía muy claro que quería decir eso de la “inmaculada concepción” pero, la fiesta de las velitas y, sobre todo, la competencia nocturna de globos era muy emocionante.
Esa noche, en toda Colombia, en pueblitos y ciudades, en haciendas, rancherías, y bohíos, aún en las canoas de los pescadores de los ríos y las costas, se encendían velas y faroles y se prendía la estopa de los globos para calentarlos y dejarlos volar para que su luz poblara la noche con colores.
Recuerdo, emocionada, cuando ese globo de delicado papel, sostenido con los dedos entre dos o más personas, dependiendo de su tamaño y diseño, comenzaba a inflarse con el aire caliente producido por la estopa prendida y, suavemente, a la orden del líder del “decolaje”, se dejaba ir con gran maestría. Era como si uno soltara una estrella. Era un momento mágico verlo alzar el vuelo y perderse en lontananza, una visión imposible de olvidar.
Hoy, ya no se lanzan globos, están prohibidos por el peligro de causar incendios, pero, la noche de las velitas, esta hermosa tradición tan colombiana, tan nuestra, no importada de ninguna otra parte, aún se celebra en toda Colombia en homenaje a María, a ese momento cuando el arcángel Gabriel le anuncia a la joven virgen que será madre, que en su vientre acuna a nuestro Redentor.
Cada pueblo colombiano tiene su manera especial de celebrarla. Del Caribe al Pacífico, en las tres cordilleras y los Llanos, en Quimbaya, Ipiales, Pasto, Túquerres, unos celebran al comienzo de la noche del 7, otros en la madrugada del 8, en los montes y los campos se hacen fogatas, en las capitales se iluminan los edificios y los parques, el país se enciende con velas y faroles.
Fue en 1854 cuando el Papa Pío IX publicó la epístola apostólica Inefables Deus, dando por sentado que María era inmaculada. Como respuesta al mensaje papal, esa noche miles de fieles llenaron las calles de Roma con velas encendidas, siendo este el origen de la noche de las velitas en Colombia.
Este 7 de diciembre, como los he hecho desde hace décadas, prenderé velitas y faroles en honor a la Virgen. Ya no están mis padres ni mis hermanos, ya no echaremos globos coloridos, pero, quizá, estaré rodeada de mis hijos, y los nietos y biznietos de los que amo. ¡Ave María!