La política y la locura | El Nuevo Siglo
Martes, 9 de Mayo de 2017

El comportamiento de ciertos protagonistas del suceso actual, que pone en riesgo la paz, necesariamente despierta entre el público una ignorante curiosidad, pues todos los intrigados no alcanzan a comprender la personalidad alienada de estos individuos, cuyos rasgos característicos desbordan las conductas normales de los seres humanos.  

Esa excéntrica forma de ser, seguramente, fue el anzuelo que les sirvió para atraer al pueblo deslumbrado por su individualidad obsesiva rayana en un narcisismo sin límite.

La política, resumiendo su significado sintéticamente, es la actividad del hombre enderezada a capitalizar el poder para subordinar y obtener la obediencia de los súbditos para ejecutar ideas, realizar proyectos o satisfacer el ego.

En ese mundo imaginario son muy variados los comportamientos de los ambiciosos por acaparar esa opción y satisfacer las alternativas; algunos son altruistas, otros mecánicos y muchos alienados estimulados por un onanismo emotivo íntimo.

La historia bogotana reseña un personaje ejemplar en esos aspectos: Gabriel Antonio Goyeneche, un soñador que proponía construir un muro entre las fronteras con Venezuela para controlar el contrabando; rescatar el Canal de Panamá declarándole la guerra al imperio, pavimentar el Magdalena y otras acciones necesarias para reivindicar la soberanía. Su candidatura presidencial pocos votos consiguió, muchos se burlaban de él y de loco lo tildaban. Los estudiantes de esa época lo escuchaban con asombro y en la Universidad Nacional se le hospedó durante sus últimos años.

Han pasado más de cuatro décadas desde que el maestro se fue de este planeta y recordando su mundo y comparándolo con la realidad el parecido es un modelo. Los políticos tienen una personalidad esquizoide. Sus delirios los apartan de la realidad y si alcanzan un triunfo, generalmente, lo consiguen gracias a su soberbia, como las hetairas, entre el pueblo.

Personalidades autoritarias como las de Nerón, Herodes, Atila, Julio Cesar, Robespierre, Mosquera, Napoleón, Hitler, Franco, Batista, Uribe y algunos más, se registran en la historia destacando la asfixia de su yo ansioso de la inmortalidad, razón por la que, para satisfacer sus necesidades de poder -trastorno libidinoso-, no tienen inconveniente en coquetear permanentemente con la plebe e incluso violarla para alcanzar su orgasmo aberrado y poseerla eternamente.

De ahí que en su inconsciente la meta esperada es ocupar un lugar  destacado en el mosaico de la historia. Para lograr esa complacencia suelen rodearse de mediocres aduladores, esa es su inmortalidad y trascendencia y por esa circunstancia es que se configuró, en la organización del poder político, la monarquía hereditaria, escenario de los cortesanos, es decir, de aquellos que por mezquindad adoran al príncipe y lo complacen en lo que él quiera a cambio de que los retribuya.

Es la causa de la corrupción, el concubinato entre la prostituta y el acomplejado que duda de su autoestima, que compra el amor para satisfacer su ego. Interiormente se odian pero ante el público suelen mostrarse amables. (Anatomía de la destructividad humana, Erich Fromm)