Vivimos una era de transición que suscita ambición y premura por el cambio, aún difusa en los elementos que lo deben orientar y en los valores que deben prevalecer y esclarecer las transformaciones que se anhelan. Son tiempos de zozobra, mientras se logra crear y perfeccionar sus principales contenidos, que serán objeto de interpretaciones tan diversas cuanta sea la diversidad de las lecturas que correspondan a las herencias culturales de las distintas sociedades humanas.
En Colombia experimentamos las angustias que se suscitan y que se ven acrecentadas por los conflictos que caracterizan los decálogos doctrinarios que se disputan preeminencia. Las lecturas y narrativas que afloran no satisfacen las inquietudes que despiertan, ya sea porque corresponden a elaboraciones que reviven frustrantes experiencias del pasado, o porque no encuentran todavía formulación clara de sus principales contenidos.
A lo largo de su gestión el presidente ha demostrado su apego a una de las enunciaciones doctrinarias que marcaron el siglo XX y que aún agoniza en las mentes de algunos pocos gobernantes y de funcionarios de las organizaciones de la ONU y de la OEA. Todas sus políticas se hallan ancladas en las luchas contra enunciados sociales, políticos y económicos de limitada vigencia en sociedades que se transforman por los avances científicos y tecnológicos sin precedentes, que no cesan de alimentar los cambios acelerados que hoy vivimos. Su tozudez lo conduce a la arbitrariedad y a la imposición, que afectan a la sociedad toda, y han postrado a los más avisados de sus colaboradores. Solo generan pulsos con las instituciones y los estamentos sociales que tienden a dirimirse por medio de la violencia.
El intento de reeditar una cruenta toma del Palacio de Justicia para obtener la designación de la persona a cargo de la Fiscalía, constituye una prueba más del propósito de cooptar toda la institucionalidad para absolver las andanzas de amigos y parientes en lucros ilícitos, o ocultar la superación de los topes fijados para la financiación de su campaña a la presidencia. La paz total parece haberse convertido en la redención de la criminalidad para servir de apoyo al objetivo de la permanencia en el poder de las fuerzas del Pacto Histórico, que supla la acelerada pérdida de apoyo popular. Y no está solo en esa práctica, usada antaño en Cuba, Nicaragua y Venezuela y que se pretende reeditar con ropajes distintos en Méjico, Brasil, Bolivia y extenderse a varios de los países centroamericanos.
La oposición carece aún de unidad. Se ha expresado de manera dispersa, con críticas puntuales a los innumerables yerros y despropósitos del gobierno, pero carece del aliento que le puede imprimir la formulación de una visión coherente con las exigencias que nos apremian como sociedad y que no hallará en las oposiciones al detal en la que todavía permanece. El espíritu de mercaderes de la política de los partidos entorpece el fortalecimiento de la convocatoria que debe animar a la oposición. Ideologizar el debate divide y solo favorecerá a quienes prosiguen en su tarea de polarización.
El cambio es ineluctable y nos debe convocar, porque nuestro futuro dependerá de la capacidad de unirnos para emprenderlo y gestionarlo.