La última etapa de la vida | El Nuevo Siglo
Sábado, 25 de Julio de 2020

Mientras más dificil, apasionada y violenta es nuestra existencia, son más altas las posibilidades para crear, aportar y colaborar. Esto nos obliga a vivir atentos sobre nosotros mismos, sin capitular ante los obstáculos, ni medir el peligro. Hay que arder como la mejor llama y mantener el extasis humano. Toda fertidlidad es hija de nuestra voluntad y de nuestro dinamismo.

La vida necesita una justificación y esto se logra superándonos por encima de todo. Nada debe detenernos en el conocimiento de la verdad. El hombre encuentra en su propio espíritu la solución a todas las preguntas, dudas y vacilaciones. Todo lo que ejecutamos es obra del método, la paciencia y el orgullo de ser fructíferos. Nacemos más para dar que para recibir.

Hay épocas en que no nos visita el dolor, sino el tedio. La vida va tomando un color gris de ceniza. Las mismas horas enemigas deslizándose sobre el mismo itinerario sombrío. La mañana es apática y la noche sombría como una tumba. Nuestras eíimeras alegrías desaparecen. Todos los senderos conducen a un horizonte triste. Qué lejos se encuentra el perfumado paraíso. Han pasado ya los días de lucha, los meses de tribulación, los años de tempestad. La mediocre serenidad de nuestras ambiciones. Recordamos a Barba Jacob: “hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos como la entraña de oscuro perdenal… La noche nos sorprende con sus profusas lámparas, tasando el bien y el mal”.

Cumplimos todas las leyes del Estado y los reglamentos sociales; el medio, los amigos, las ocupaciones profesionales, devoramos libros, tenemos codificadas todas las horas del día; marchamos como autómatas por las calles bulliciosas. Nada nos hace reaccionar. Pero no hay que desesperar. La vida siempre nos entrega, en su mayoría, todo lo que le pedimos. Quizás no en la intensidad anhelada o en el tiempo en que lo requerimos. Pero los logros se producen. San Agustín decía que el hombre es un animal siempre insatisfecho. Cuenta Papini en su obra magistral sobre este ansioso que fue San Agustín, hijo de Santa Mónica, que como fue un enamorado incontrolable, al convertirse al cristianismo decìa: “Dios mío. Haz que no me gusten las mujeres, pero todavía “No””!

El conocimiento de los límites humanos nos empuja a conformarnos, a someternos a la tragedia cotidiana. A la rutina de todos. El audaz sobresalto de la montaña cruzada por huracanes, se trueca en la vana resignación de la llanura. La paz llega con sus renunciaciones. Empiezan a extinguirse todas nuestras energías, nos incorporamos a la multitud. Más tarde que temprano aceptamos que nada es eterno en la lucha. Fuimos como un cirio prendido por las dos puntas. Preferimos la intensidad, a la longitud. Recordamos al pensador que expreso: “Señor! He vivido potente y agitado, dejádme ahora vivir el sueño de la tierra”.

Hay almas tan desventuradas que no se someten a la derrota, que no inclinan la cabeza y que no pactan con el destino adverso. Leopardi escribió: “Yo no envidio, ni a los débiles, ni a los poderosos, envidio a los que alegremente aceptan al final la voluntad de la Providencia”.