Hace poco, Iñaki Ortega (parodiando al maestro pensador que portaba su apellido) escribió “La revolución de las canas”.
Lo que hace en ese texto no es otra cosa que replantear el debate sobre el papel de los ancianos en el capitalismo.
Porque ahora, en tiempos de pandemia, se vive al mismo tiempo la dura situación del anciano que no puede valerse por sí mismo y la del que es subestimado y relegado por no ser “lo suficientemente productivo”.
En ambos casos, la constante es la insensibilidad cultural y la visión de los mayores como agentes de una especie de realidad parasitaria.
De un lado, se registra la horripilante historia de la residencia gerontológica Herrón, de Montreal, donde murieron más de treinta ancianos en unos cuantos días y en absoluto abandono.
Aunque sus familiares pagaban más de 30 mil dólares al año, los auxiliares desertaron y las autoridades terminaron descubriendo el nauseabundo escenario cuando ya era demasiado tarde.
De hecho, una situación absolutamente irracional e incomprensible que no tiene nada que ver con pobreza sino con menosprecio y desdén.
Del otro lado, se tiene a los ancianos completamente lúcidos y funcionales que, vinculados, o no, al mercado laboral, se sienten atrapados, aislados y casi bajo arresto porque en la lógica del confinamiento podrían pasar un año o año y medio entre cuatro paredes.
Por supuesto que se trata de un ejemplo de discriminación positiva cuyo propósito no es otro que el de evitar la espantosa tragedia de Montreal.
Pero, ¿acaso ellos no serán capaces de salir a tomar aire, pasear, o hacer la compra guardando los mismos rigores de distancia social y autoprotección que alguien de treinta o cuarenta años?
En otras palabras, ¿no hay una notable similitud entre un extremo, el del gerontológico canadiense, y el otro, el de quien vive desolado, presa del miedo y relegado como si se tratase de una carga social insostenible y agobiante?
Volviendo a Iñaki Ortega, este podría ser el momento histórico propicio para que el orden cultural imperante se transforme y se logre, más bien, reinventar la “ancianitud” derrotando definitivamente al “viejismo”, o sea, esa mirada condescendiente y resignada frente a los abuelos.
En definitiva, la pandemia puede ser el episodio que estaba haciendo falta para refundar el significado y los alcances del concepto de longevidad.
Un concepto que, no nos digamos mentiras, se orienta a recluir al anciano, marginarlo so pretexto de protegerlo, o tolerarlo solo por una especie de obligación genética implícita.
En todo caso, ya es hora de proclamar que si alguna característica identifica realmente a los abuelos en una sociedad liberal, no es otra que la del venerable, la del sabio.
Y, puesto que en ellos está contenida la esencia misma de la identidad nacional y social, lo que podemos hacer ahora es pasar de hablar de la “revolución de las canas”, a hablar de lo que ellos realmente son y significan.
Es decir, ha llegado la hora de hablar de la revolución de los sabios