En pocas semanas, el gobierno norteamericano y sus aliados quisieron darle un vuelco a la estrategia para restaurar la democracia en Caracas.
Tardíamente convencidos de que todo lo emprendido hasta ahora ha sido un desastre, quisieron dar un salto estratégico de la noche a la mañana.
Salto animado por un duro cargo de conciencia: que todo cuanto se han inventado en año y medio solo ha servido para consolidar a Maduro en el poder.
Primero fue la oferta de recompensas lanzada por la Casa Blanca. US$15 millones por Maduro, 10 por el séquito y 5 por los acólitos (Márquez y Santrich)
Poco después se anunció la quinta fase de la operación multinacional Orión, en la que el gobierno colombiano participa efusivamente.
Muchos pensaron que una cosa y la otra estaban perfectamente acompasadas y que formaban una suerte de tenaza para asfixiar a la dictadura.
Pero, en la práctica, Orión siguió siendo lo que siempre ha sido: un esfuerzo multilateral para contener el flujo de drogas.
Muy noble, muy loable, muy coordinada, pero, al fin y al cabo, solo eso; lo que siempre ha sido.
En cambio, el apetito por las recompensas pareció abrirse de manera desmedida.
De hecho, las empresas privadas de seguridad ya habían visto desde finales del año pasado que, en medio de todo ese desastre diplomático, un jugoso negocio se abría a sus pies.
Y el gobierno interino y paralelo de Juan Guaidó llegó a la misma conclusión al descubrir (¡como por encanto!) el curioso embrujo que los mercenarios han ejercido a lo largo de la historia.
Por ende, llegaron a un acuerdo, firmaron un contrato y luego comenzaron los incumplimientos, los malos entendidos, la supervisión imposible, es decir, el síndrome de Aladino: aquello de entregar la lámpara antes de salir del foso.
Después vino el reclutamiento. Generalmente, los mercenarios están bien entrenados, pero requieren ampliar el círculo. Y el círculo se contaminó de inmediato con cazafortunas de poca monta y pirómanos de oficio.
Más tarde desarrollaron el entrenamiento. Dicen que en la Guajira. Pero donde quiera que haya sido, no fue más que una rutina de gimnasio virtual para jubilados.
Y por último, el desembarco, el equipamiento y la operación propiamente dicha, tan solo para concluir que, ante semejante payasada, Bahía Cochinos merece medalla de excelencia en la antología del emprendimiento.
Para decirlo de otro modo, la “Operación Gedeón” no es más que el último eslabón del fracaso estratégico en la lucha contra las dictaduras totalitarias.
En consecuencia, ¿puede Colombia seguir reconociendo a un gobierno paralelo que ha incurrido en estas prácticas opacas solo porque Maduro le resulta detestable?
¿Puede seguir este rumbo estratégico cataclísmico o ha llegado el momento de refinar el pensamiento estratégico para no seguir fortaleciendo al dictador y sus secuaces?