Ha completado un mes de paros cívicos escalonados. Son paros masivos que no se conocían en esa dimensión y forma. Paralizan las ciudades y tienen una característica todavía más novedosa. El Gobierno debe al menos simular que negociará con sus organizadores, aunque estos no pertenezcan a vocería tradicional alguna, ni de oposición partidista, ni sindical, ni se conozca cuál es su conexión íntima con la crisis general.
Su sola existencia demuestra la brecha entre los partidos políticos y la sociedad. La ruptura entre las estructuras representativas (o que supuestamente lo son) con la población que así desesperada se expresa.
Estas espontáneas protestas revelan de una forma explícita y novedosa la inoperancia de los partidos, de su poca raigambre popular y la precaria representatividad del Congreso, justo en este momento de crisis.
La premisa de los nuevos indignados voceros es la de no dejarse copar por partido político alguno. Los evitan como a la lepra. Como a un estornudo público en pleno covid. De modo que el Gobierno, que se precia de listo, no sabe bien a quién responder ni siquiera a quién convencer o engañar, como ocurrió a principios de la actual administración, que viene a ser la tercera del caudillismo uribista.
El Gobierno, que no supo interpretar el suave significado de un indicador de gini de concentración de riqueza (uno de los peores del planeta), ahora no sale de su asombro cuando ese indicador estalla y la población pasa a la acción. Solo se le ocurrió echar atrás una reforma tributaria que lo habría concentrado más, como ocurrió con las presentadas por la administración Uribe, tal como lo demuestran las cifras. Pero esa vuelta atrás ya no es suficiente: un paralítico no se cura porque lo saquen del pozo en el que cayó.
Se pretende militarizar el país para librarlo del vandalismo. Los militares no son responsables del mal gobierno.
Si ponerle bozal al vandalismo incluye reprimir el asesinato de líderes populares y controlar a los agentes provocadores, sería más equilibrado. En cualquier caso, el recurso militar, tan afín al temperamento del caudillo, no deja de ser un síntoma de su ineptitud para administrar el mañana. Es una actitud sin esperanza, a la defensiva, y no exenta de odio. El descalabro de este Gobierno es un cúmulo de fracasos de administraciones que operaron de espaldas a la realidad. Y eso cuesta.
La política de derechas está hoy en modo caníbal. Se consume a sí misma, sin grandes proyectos, ni un sueño posible para Colombia. Y ha preparado de una forma soberbia su propio voto castigo en las elecciones venideras. Las encuestas muestran a un presidente con más del 75% de rechazo a su gestión. No basta con intentar responsabilizar al candidato de centro izquierda por esas cifras. Él no gobierna, ni hace parte como queda dicho de los voceros del paro, tal como lo intenta mostrar la desprestigiada revista Semana, que devino en un pasquín adscrito a una fracción del sector financiero.