Las indígenas deben tener los mismos derechos y protección que ofrece la ley al resto de las mujeres colombianas. Ellas son tan colombianas como todas nosotras, y no deben existir diferencias que las sometan a sufrir ningún tipo de crimen, afrenta o humillación por ser indígenas.
Sin embargo, por haber nacido en un resguardo indígena, por pertenecer esta o aquella etnia, algunas de ellas son sometidas a abusos, como la mutilación genital femenina o ablación del clítoris, para impedirles tener placer sexual llegada su pubertad; además, es muy común que sean obligadas, siendo niñas, a contraer matrimonio, algunas veces con hombres muy mayores a ellas, con la natural consecuencia de embarazos infantiles que les destruyen su futuro, impidiéndoles obtener la educación que les permita desarrollarse como cualquier joven colombiana. Generalmente, la indígena es obligada a guardar silencio sobre toda clase de abusos sexuales cometidos en su contra.
La fuerte tradición machista de las comunidades y el silencio que dicha tradición las obliga mantener frente los abusos cometidos contra ellas ha invisibilizado su sufrimiento ante sus comunidades y el resto de los colombianos.
Por desgracia, muchas veces son sus mismas madres, abuelas y bisabuelas quienes insisten en tal silencio, en defensa de tradiciones ancestrales pasadas de generación en generación por siglos, una herencia contra la que es muy difícil luchar. Cualquier denuncia es vista por la comunidad como una traición a sus ancestros, a sus raíces.
Acusar a un hombre, más si ese hombre tiene algún poder en el cabildo de su comunidad, es considerado una ofensa, se puede decir una traición hacia su resguardo. Ella, o su madre, si es quien acusa al ofensor por ser la agredida una menor de edad, puede ser castigada de muchas maneras. La mayoría de las veces la comprometida tiene que enfrentar la vergüenza de ser vista como la culpable de haber incitado el ataque sexual.
Muchas callan ante su cabildo y es muy difícil que se atrevan a llegar hasta las autoridades fuera del resguardo. Solo en los años recientes, cuando algunas indígenas han logrado destacarse como líderes en sus comunidades, algunas se han atrevido a denunciar lo que les ha ocurrido, inclusive después de décadas guardando silencio sobre el sometimiento y abuso ocurrido en su contra.
Para todos los colombianos, la invisibilización del dolor de la mujer indígena debe ser inaceptable; no importan los derechos que los resguardos hayan recibido de la Constitución de 1991.
Lo cierto es que las indígenas no gozan de la igualdad que la ley nos dio a las colombianas desde que se aprobó, en 1954, en la Asamblea Nacional Constituyente (Anac), el reconocimiento a la plena ciudadanía de la mujer.
Hoy, en pleno siglo XXI, no ha llegado a la mayoría de las indígenas colombianas dicha igualdad. Ellas, aún en muchas de sus comunidades, no son reconocidas como iguales, ni tienen los mismos derechos que el hombre.
Muchas indígenas son ignoradas o reprimidas por sus etnias, desde siempre, y aún continúan siéndolo. Su papel en la comunidad es totalmente diferente al del hombre y su subordinación al macho es, prácticamente, absoluta.
Esto debe terminar, en contra de la opinión de caciques, sociólogos y todos aquellos que consideran este abuso un derecho “sagrado” impuesto por sus tradiciones, imposible de cambiar.