Comenzamos nuestra visita a Madeira en Funchal, capital de la mayor de las islas del archipiélago que lleva su nombre.
No estábamos preparados para la belleza de esta isla volcánica, formada por imponentes montañas, con picos cercanos a los 2 mil metros, profundos cañones y verticales acantilados, ni para el espectáculo que presenta la ciudad construida en pendientes laderas, pobladas por casas de techos rojizos, que dan la apariencia de un inmenso pesebre.
Recorrimos empinadas y estrechas carreteras para llegar a algunos de los picos más altos de la isla: Pico Ruivo, Pico do Arieiro, Curral das Feiras. Todos de singular belleza; igual, los pequeños pueblos localizados en la profundidad de sus cañones, a muchos de los cuales solo se llega por senderos plenos de quebradas y bosques de helechos, musgos y flores, inclusive orquídeas.
La isla está rodeada de altos acantilados con caídas cortadas en vertical casi perfecta, entre ellos, Cabo Girao y Ponta de Sao Lourenco.
En Madeira hay muchos jardines, los mejores: el Botánico y el de Monte, a donde se puede llegar en un moderno teleférico con vistas maravillosas, y desde donde se puede bajar (desde 1850), en veloces carros de balineras hechos como canastos de mimbre y frenados por dos fornidos “carrieros” que impiden que uno se “mate” en la vertiginosa pendiente. Algo más aterrador que una montaña rusa.
En el lado norte de la isla se encuentran Porto Moniz donde vale la pena bañarse en piscinas de mar formadas por negros arrecifes de lava.
Tuvimos la suerte de oír un concierto con numerosas guitarras portuguesas, semejantes a bandolas, y la presentación de la Opera la Orquídea Blanca, compuesta por un mallorquí, con música muy bella.
Probé pez espada negro, un pez largo como una anguila, de piel negrísima, con trompa alargada, enormes colmillos afilados y ojos como guijarros de vidrio, de carne blanca y delicada.
Muchos se han enamorado de estas islas desde su descubrimiento en 1419 por Joao G. Zarco, enviado por Enrique “El Navegante” a explorar tierras nuevas. Entre ellos: Cristóbal Colón, Napoleón, Sissi emperatriz, Carlos I, último emperador austriaco, y Winston Churchill, además de un sinnúmero de escritores, poetas y pintores importantes.
Partimos de Madeira con saudades, pero ansiosos por conocer las Azores, archipiélago formado por 9 islas volcánicas que viven de la pesca, la agricultura, el turismo y la ganadería. Aquí se produce el 60 por ciento de la carne y la leche que se consume en Portugal.
Llegamos a Ponta Delgada, en la isla Sao Miguel. Recorrer esta isla de caminos bordeados de hortensias, azaleas y lirios es como atravesar un jardín florido.
Las Iglesias pintadas de blanco, con esquinas y portadas decoradas con volutas de basalto negro, son bellísimas. Los cráteres de los volcanes, hoy lagos, son espectaculares; el más grande, Sete Cidades, llamado así porque su explosión destruyó siete pueblos, deslumbra. En el pueblo de Furma hay fuentes termales con piscinas formadas entre rocas volcánicas, rodeadas de frondosos helechos y musgos.
En la isla Pico está la montaña más alta de Portugal, coronada por nieve en invierno, rodeada de viñedos sembrados entre cercos de basalto, Patrimonio de la Humanidad. Por aquí transitan variadas ballenas, inclusive las azules.
Madeira y las Azores son tesoros para disfrutar de su belleza y, especialmente, de sus amables gentes.