Aquella tarde, la multitud fanatizada no veía a Jorge Eliecer Gaitán con los ojos del cuerpo. Lo devoraba con los ojos del alma. No hay causa de concentración más potente que la fuerza ciega y apasionada de una admiración política.
Lo anterior ocurrió en Armenia, Quindío. Yo tenía 14 años aproximadamente. La fama avasallante de que gozaba el gran caudillo me hizo concurrir con extraordinaria puntualidad a la manifestación. Hoy, comprendo, cómo es verdad aquello de que una persona perdida en medio de una multitud excitada por cualquier motivo, cambia completamente su personalidad. Y esto debido a que siendo conservador, me entusiasmé de una manera inusitada, cuando en medio de una aclamación enardecida vi aparecer en la tribuna, al bravo luchador de recio bronce, acerado, duro y tormentoso. Me pareció un fenómeno.
El líder utilizaba su oratoria, no como medio, sino como fin para cautivar, enloquecer y fanatizar.
No hay que olvidar que Gaitán estuvo en Italia en la época del máximo apogeo de Benito Mussolini, el demagogo insuperado en toda la existencia de Italia. Del Duce aprendió que la palabra constituye el más poderoso y terrible instrumento de sugestión popular. La oratoria para el agitador de raza, es como el bisturí para el cirujano que lo mismo puede servir para asesinar, que para curar.
Gaitán siempre se colocaba para hablar allá arriba, según la frase de Azorín. Su oratoria era al mismo tiempo para oírla y verla. Que espectáculo apreciar la estampa del caudillo, su gesto, su labio voluntarioso, su mentón audaz, sus manos desafiantes. Era todo un actor, en el más absoluto dominio de la persona y de la palabra y trataba a los que él calificaba de “oligarcas” y “explotadores” con crueldad, con vehemencia y hasta con sadismo.
En los libros escritos sobre Gaitán y en los que recopilan sus ideas, se leen expresiones como estas: “Es despreciable una sociedad asentada sobre el privilegio. Ni siquiera funciona el principio de la selección natural, pues predomina el más fuerte, no el más apto; el mejor colocado en la vida social, no el mejor acondicionado desde el punto de vista de las facultades del hombre. ¿Cuál es el valor de las llamadas clases “altas”, que se seleccionan exclusivamente por una razón económica, por la pertenencia a una familia y a un linaje y no por una cultura, por una capacidad de gobierno y de superación humana?”
Los colombianos vivimos la religión como noción teórica, más no como vivencia. Por eso decía el líder: Nuestras oligarquías son católicas. Aceptan públicamente la moral, el evangelio y la caridad. Sin embargo la moral dominante, es una moral pagana: la que sólo cree prácticamente el en poder, la que sólo aspira íntimamente al lucro, la que trata al hombre sólo por su patrimonio y no por su espíritu, por lo que tiene y no por lo que es. El paganismo de las castas dirigentes radica en que subordina el hombre al oro y al hierro y en que da a los débiles un tratamiento de “cosas”.