Llegan con el nuevo año rumores de que una nueva reforma tributaria podría sobrevenir. ¿Reforma tributaria para qué? La pregunta podría sonar tonta: el Gobierno no ha hecho sino quejarse a causa de la difícil situación fiscal en la que se encuentra y de la dificultad de obtener las rentas que requiere para la implementación de su agenda política.
A pesar de que coincido con la inmensa mayoría de críticas que se le han formulado a esta administración a causa de los usos que les ha dado a los recursos públicos, no voy a volver sobre esta materia. Mi objetivo radica en hacer una reflexión de naturaleza institucional: ¿qué sistema tributario necesita el país?
Las sucesivas reformas que ha habido durante los últimos 30 años comparten dos características básicas. La primera es que su único propósito radica en extraer recursos de donde sea. No siguen un lineamiento estructural, sino que se rigen por el apetito de nuestros gobernantes, además de que ahogan la economía. El gobierno del cambio ha resultado en este campo tan voraz como sus antecesores, o incluso más. La segunda característica es que todo el mundo les mete la mano, lo cual lleva a que las normas impositivas sean cada día más incoherentes y confusas.
Nuestros gobiernos y parlamentos no se han tomado en serio una regla cuya existencia conocen bien: las normas tributarias no sólo sirven para obtener los recursos que los sistemas políticos necesitan para asegurar su funcionamiento y para la financiación de sus fines y propósitos, sino que son sobre todo fuentes de información que envían mensajes sobre el rumbo que tales sociedades quieren seguir.
Por ejemplo, en este país el impuesto de renta recae mayoritariamente sobre las empresas, mientras que las personas naturales lo asumen sólo en una pequeña fracción. Se trata de una distribución de la carga tributaria que lleva implícito un mensaje de desprecio o, al menos, de desinterés frente a las actividades productivas. Este mensaje no se restringe a la política tributaria, sino que está presente en muchas de nuestras instituciones jurídicas y prácticas sociales. Le ponemos barreras al desarrollo empresarial en lugar de incentivarlo.
El impuesto al consumo tiene también sus vicios. Colombia tiene una pluralidad de regímenes de IVA y una enorme dispersión de tarifas que aplican de manera caprichosa a toda clase de bienes y servicios. Es un sistema muy costoso de administrar.
El 4 x 1.000 aplica sobre un hecho gravable que no es per se indicativo de capacidad contributiva: la circulación de dinero. Es, para las empresas, un tributo que grava fuertemente a las que operan con bajos márgenes en comparación con las que tienen alto margen. Este sesgo es incompatible con el principio de neutralidad de los impuestos.
La cacareada reforma tributaria estructural -que ninguno de los últimos gobiernos ha querido promover- exige dejar de pensar en la platica que se necesita para el año entrante para pensar en objetivos de largo plazo. Más que un asunto de caja, el sistema tributario es uno de los pilares del Estado.
Bastante bueno sería para este país contara con un sistema tributario sencillo y transparente que facilite el pago de los impuestos, permita enfocar las cargas en función de la capacidad de aporte y promueva el desarrollo. Queda la equidad, a la cual siempre se llega más fácilmente a través de medidas de carácter fiscal que la promuevan vía ingreso.