P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 29 de Enero de 2012

Jesús, el maestro

“Enseñar”,  “enseñanza” son palabras frecuentes en los textos del Nuevo Testamento. Aparecen también varias veces en la liturgia de este cuarto domingo ordinario. Jesús es presentado por San Marcos como el maestro “que enseña con autoridad”, “una enseñanza nueva” (Evangelio, Mc 1, 21-28). No es una enseñanza cualquiera, sino la de un profeta, al estilo de Moisés, prototipo del profetismo en la mente de los israelitas, maestro y forjador de su pueblo (primera lectura, Deut 18, 15-20). San Pablo, como profeta del Nuevo Testamento, imparte a los corintios su enseñanza sobre el matrimonio y el celibato, dos estados y dos caminos para vivir la dedicación y entrega al apostolado en la comunidad eclesial (segunda lectura, 1Cor 7, 32-35). Esta enseñanza profética, nueva y dada con autoridad, se dirige al hombre para que la acoja y sea receptor activo de su eficacia.
El hombre, al nacer, no es un ser ya formado; posee sólo la capacidad de educarse. Necesita, por tanto, de maestros. Todas las enseñanzas que se reciben son -o al menos pueden ser- útiles y enriquecedoras en la obra de la educación de una persona. Jesús no es un concurrente de tales enseñanzas, sino un Maestro que con su enseñanza infunde un alma a todas las demás. Así es como Jesús se muestra en el evangelio como el Maestro por excelencia, que posee propia autoridad en virtud del poder de Dios que en él actúa, y que hace pensar a los oyentes en una enseñanza nueva, es decir, definitiva, porque en ella se funden palabra y acción, sentido y eficacia.
En el gran mercado de la palabra, hoy existente y agobiante, no es fácil encontrar una palabra viva y vivificadora. ¿Cuántas palabras, cuántas “enseñanzas” llegan hoy al oído del hombre, del cristiano? ¡Millones! Entre todos esos millones de palabras, ¿dónde está la palabra que dé vida y alimente el alma en ese día? El maestro cristiano (sacerdote, padre de familia, catequista...), actualizando la enseñanza de Jesucristo debe decir palabras vivas, que no pasen sino que perduren y den sentido y sirvan de crisol a todos los millones de otras palabras escuchadas. ¿Qué estamos haciendo con la Palabra Viva? ¿Por qué, siendo viva, no logra vivificar el corazón del predicador cristiano y del oyente? Algo está pasando que hace de la Palabra viva y eficaz una palabra quizá estéril y muerta, o al menos sin garra o impulso vital y transformador. Oremos todos para que los maestros de la Palabra lleven siempre en sus labios y en su corazón la Palabra de Vida. /Fuente: Catholic.net