Los acuerdos urgentes e inmediatos para detener el calentamiento global no se lograron en la reunión del COP26. Ni siquiera se logró el compromiso de garantizar que la temperatura global no aumente más allá de 1,5 grados con respecto a la temperatura anterior a la Revolución Industrial; algo indispensable para detener la catástrofe que nos amenaza, según dicen los científicos. Hoy se puede calificar la reunión de Glasgow como ¡fracaso! Suena duro, pero hay que decirlo.
Hubo múltiples y grandiosos discursos contra el calentamiento; se vieron filmaciones aterradoras de catástrofes naturales causadas por el efecto invernadero y la devastación dejada por ellas. Las naciones más vulnerables detonaron las alarmas sobre la afectación de sus países. Se oyeron advertencias nefastas sobre la devastación global, la extinción de millones de especies, el aumento amenazador del nivel de las aguas oceánicas. El mundo se conmovió hasta la médula, pero, a la hora de firmar los acuerdos, se logró poco. La complejidad de poner a casi 200 naciones de acuerdo impidió llegar a acuerdos importantes.
Increíblemente, pudo más el lobby de la industria carbonera y petrolera, que el miedo a la extinción del planeta. Al final, China e India se opusieron a incluir en el acuerdo un párrafo que pusiera fecha a la eliminación de la combustión de carbón, el más sucio de los combustibles. Para estas naciones, el uso del carbón térmico y siderúrgico es indispensable para su economía y, aún, no están dispuestas, ni preparadas, a eliminarlo.
La decisión más importante que se tomó fue la de reunirse otra vez, el año entrante y presentar planes más concretos para detener el calentamiento. Vamos a paso de tortuga, algo totalmente catastrófico, cuando la urgencia es eminente.
Fue positivo ver cómo se ha creado conciencia global sobre el peligro que enfrenta la humanidad. Cada día son menos los líderes que se niegan a reconocer el Calentamiento Global como una alarmante y quizá irreversible realidad. Pero eso no basta.
Los países más vulnerables, los más afectados por las grandes sequías y tormentas, denunciaron unánimemente a las grandes potencias como causantes de la catástrofe ambiental, producida por la industrialización desbocada e inconsciente de dichas potencias. Deberán ser ellas las que desembolsen el dinero para contrarrestarla. Sin embargo, no se decidió cuánto, cuándo, ni cómo debe aportar cada nación.
Cantidades inmensas de dinero son necesarias para crear nuevas tecnologías como la solar, eólica y la mareomotriz. Es indispensable crear protecciones necesarias contra los abates del calentamiento, la recuperación de los bosques, la protección de las fuentes acuíferas y mucho más. Las naciones pobres no cuentan con ese dinero, menos si no pueden vender su carbón o su petróleo, para muchas la principal fuente de ingresos.
Las promesas de dineros deben ser realistas y su cumplimiento debe ser controlado. Hace más de diez años las naciones ricas prometieron $100.000 millones de dólares anuales para ayudar a los países pobres y esa cifra no se ha cumplido.
La demanda es clara: los que crearon el problema deben poner el dinero para solucionarlo; pero, eso está lejos de suceder.
El tiempo se está acabando y lo único claro es que, poner al mundo de acuerdo es algo tan urgente como imposible. Aterradoramente, la tortuga sigue su paso directo hacia el precipicio.