Dos meses después de la posesión del presidente Petro se siente en el país una inquietante incertidumbre sobre el futuro que nos espera.
Un gobierno cuyos ministros divagan entre lo imposible y lo impracticable, y suscita, no solo divergencias en su seno que lo llevan a pensar en el enemigo interno, sino también naturales temores e interrogantes sobre sus capacidades de formulación y conducción de políticas y soluciones acertadas. Y al frente, una oposición que aún no encuentra el tono ni sustancia para contener la avalancha de improvisaciones que nos pretenden recetar, y pareciera olvidar a los electores que sumaron casi igual suma de los votos que el candidato vencedor. Situación de un nudo gordiano que nadie se sentía capaz de desatar, hasta el discurso del presidente en la clausura de la minga política y cultural el miércoles en el Cauca.
Allí, absolvió a sus ministros de sus incapacidades y desarreglos para atribuir a las normativas del pasado, supuestamente escritas desde “los tiempos de la esclavitud” por “privilegiados y codiciosos” y “sus “herederos”, todos los imaginarios negativos acumulados en siglos, y que hoy pretende deshacer con la definitiva ruptura con ese novelesco pasado responsable de todas nuestras desventuras como nación. Y lo primero será desenmascarar a los enemigos internos del cambio, porque teme que el tiempo se esfume y no le permita asentar su liderazgo en una América Latina que concibe debatiéndose aún entre “la conquista y la resistencia”.
Semejante invectiva debe preocupar no solamente a miembros del gabinete que pudiesen ser considerados herederos del pasado, o a los regalados congresistas que militan en partidos históricos y en sus derivados, sino también a todos los colombianos por el odio de clases y racial que destila su concepción, radicalmente contraria al mestizaje que nos caracteriza y a la riqueza de la diversidad cultural que nos distingue y que contribuyen al fortalecimiento de la identidad nacional.
Gobernar delirando es la mejor fórmula para el desastre como ya se percibe con la inatención a los estragos climáticos, con convertir a Indumil en fabricante de puentes, con la repartición de tierras donde prevalecen los minifundios, o con su adquisición con deuda pública, con la suspensión de la exploración y explotación de hidrocarburos, y con una paz total con narcotraficantes que amenazaría la seguridad nacional y la paz hemisférica, entre otros enredos de similar naturaleza.
Para ese efecto, el presidente, acosado por el tiempo, quiere convertir su gestión en “un gobierno de multitudes” que le permita obviar el estado de derecho y contrarrestar las marchas que anuncia la oposición y que pretende neutralizar con iguales movilizaciones. Sutil amenaza de violencia.
Una oposición responsable, además de incisiva, deber ser inteligente y persistente en el Congreso, pero multitudinaria y pacífica en las calles para que la democracia no perezca en manos de la violencia y del totalitarismo que ésta engendra. Las pretensiones del progresismo de “desconstrucción creativa”, nos indican que la batalla es cultural y orbital y no debe librarse con parroquialismo, porque podría condenarnos al caos de un Armagedón que no supimos evitar.