POR P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Viernes, 9 de Septiembre de 2011

Aprender a perdonar, perdonando


EL  perdón es el tema sobresaliente en las lecturas de este domingo. El libro de Ben Sirach (Eclesiástico) nos habla de la actitud que el israelita debía adoptar ante un ofensor (1L, Sir 27,30-28,7). El texto sagrado anticipa, de algún modo, la petición del Padre Nuestro en el evangelio: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. El autor considera la inevitable caducidad de la vida terrena, la muerte de los vivientes y la consiguiente corrupción. Esta meditación le hace ver que es vano adoptar una actitud de ira y de venganza en relación con nuestros semejantes. ¿Qué misericordia seremos capaces de pedir a Dios el día del juicio, si nosotros mismos nunca ofrecimos esta misericordia a los demás? Por ello, la venganza, la ira y el rencor son cosas de pecadores. No caben en un hombre creyente.


En el evangelio el tema se propone nuevamente en la parábola de los deudores insolventes. Jesús nos muestra que delante de Dios, no hay hombre justo que esté libre de débito. Más aún, expresa con vigor y firmeza que no hay quien pueda solventar la deuda contraída por los propios pecados. Si Dios, en su infinita misericordia, ha tenido compasión de nuestras miserias, ¿no debemos hacer nosotros lo mismo en relación con nuestros semejantes? (EV, Mt 18, 21-35). La carta a los romanos, por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos. Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco en jueces de nuestros hermanos (2L, Rm 14, 7-9).


El mundo que nos rodea está verdaderamente sediento de perdón. La escena internacional nos muestra fehacientemente que el camino de la venganza y del odio suicida conduce a un callejón sin salida, a una espiral de violencia y de muerte. Parece que el hombre, con estas actitudes, declara guerra a la paz. Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos, como nos recuerda continuamente Juan Pablo II. La justicia y el perdón no se oponen, van de la mano y son el único camino para la paz entre los pueblos. Iniciemos la conversión del mundo, convirtiendo nuestro propio corazón. Sepamos que ser cristiano es desconocer el odio, por muy cruel y despiadado que sea mi enemigo, o por muy grave y penosa que haya sido la ofensa. En el fondo se trata de ser imitadores de Cristo, quien ante sus verdugos no tuvo sino palabras de perdón: “Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen”. /Fuente: Catholic.net