Como lo hemos venido sosteniendo, una reforma al sistema de administración de justicia se muestra como indispensable, toda vez que los hechos de corrupción y delito en su interior han hecho inviable la aplicación hacia el futuro de las reglas vigentes, tanto en cuanto a los procedimientos que se siguen y los criterios que se aplican para la selección de jueces, magistrados y fiscales como en lo relativo al fuero que los cobija cuando se trata de su investigación y juzgamiento en lo penal y en lo disciplinario.
Pero una reforma de semejante magnitud no se puede improvisar, como lo pretende el Ejecutivo, incluyendo -a la carrera y sin ningún debate- un artículo (o varios) en la reforma política, para que, por la vía del “fast track” se restablezca -también a la carrera- el tribunal de aforados que previó el Acto Legislativo 2 de 2015 y que declaró inexequible la Corte Constitucional porque, en su criterio, sustituía la Carta Política y quitaba autonomía a la rama judicial.
Las cosas no son así. No se puede seguir actuando en tan delicada materia únicamente al impulso de las noticias que impactan en los medios de comunicación, ni para responder al último escándalo o a hechos de corrupción ya consumados, porque con ello no se logra sino una reforma mediocre e inane, o la casi certeza de la declaración de inexequibilidad de lo actuado, bien por los motivos ya dichos en sentencia precedente (a cuyo respecto hay cosa juzgada material) o por vicios de procedimiento en la formación del acto legislativo, dado que el trámite abreviado del “fast track” es claramente improcedente por exceder el campo delimitado de la implementación de los acuerdos de paz.
No nos arriesguemos a un nuevo fracaso institucional. La reforma a la justicia es demasiado importante para someterla a lo que el Papa Francisco llamó “el chiquitaje”, que en esta materia sería dar un trámite de tercera o cuarta categoría a lo que debería ser de primer orden: una reforma integral, completa, realista, debatida ante el país, bien concebida, con vocación de permanencia. Una verdadera reforma, desde las bases mismas del sistema, introducida por un cuerpo independiente de origen popular.
Quien introduzca estos cambios no puede ser el Congreso, en razón de los muchos conflictos de intereses existentes, y porque, precisamente, uno de los grandes propósitos que busca la sociedad en cuanto a este asunto consiste en despolitizar por completo la administración de justicia. Además, no hablamos de cualquier tema de menor importancia, sino de algo que toca el corazón mismo de las instituciones y que concierne a la sociedad en su conjunto, porque toda ella es afectada cuando la justicia es utopía; cuando la estructura judicial ha sido contaminada por la corrupción; cuando las sentencias se pueden comprar; cuando a manera de indulgencias se venden absoluciones; cuando todo indica que la corrupción ha minado la confianza pública en la pulcritud de los jueces.
Con todo respeto, discrepamos de la idea de continuar con el sistema según el cual los magistrados de las altas corporaciones judiciales y el Fiscal General de la Nación deben seguir siendo investigados por la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes y acusados -en su caso- por esta última ante el Senado de la República. Está probado que no funciona. Que se presta a decisiones politiqueras, a manipulaciones y al “engavetamiento” de procesos trascendentales.
Reformemos de verdad y a fondo la administración de justicia. Pensemos en grande.