La política como proceso para la toma de decisiones ha venido a menos. Muy a menos. En todas partes. Como si la hubiera atacado un virus. Y no es de ahora, sino que paulatinamente se ha venido degradando, aún en países que presentábamos como modelo para imitar.
Es notoria la ausencia de liderazgos iluminados. La distancia entre F.D. Roosevelt y Trump es descomunal. La diferencia entre Johnson, el primer ministro británico y Churchill es colosal. ¡Y qué tal el enorme contraste entre Charles De Gaulle y Marine Le Pen! Y difícil intentar comparar a Felipe González con Rajoy o Pedro Sánchez.
Dos ejemplos sirven para confirmar la regla general. Ángela Merkel y Emmanuel Macron. Pero ya otras circunstancias no lo favorecen. Y no es que estemos sintonizados con la idea nostálgica de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Una degradación semejante se observa en el debate político. Trump lo rebajó muchísimo. Kennedy lo había elevado. Lo mismo Obama. Y entre nosotros, Chávez, Maduro, Ortega, los Kirchner dejan pobre y hasta deplorable legado retórico. En Colombia, el nivel presidencial continúa dando muestras de buen decir.
En los otros niveles del acontecer político, institucionales o sociales, cada día el declive se va instaurando como la forma de hablar. Ya la elegancia no se intenta, y como que la vulgaridad y el hablar mal se van instaurando.
Ese deterioro va acompañado de rara informalidad en la manera de dirigirse a los colegas o subalternos y, también, en las formas, eso que denominábamos cortesía. Todo eso se replica en la manera de vestir.
Quizás soy de los pocos que sigue creyendo que la majestad sin ostentación debe ser característica indispensable del servicio público en todos sus niveles. No concibo el Pontificado sin este tipo de majestad. Tampoco una Monarquía. Y la Democracia no tiene razón alguna para despreciar estos elementos. Está pagando alto precio por ello.
La crisis de la Democracia Liberal en el mundo y la decadencia de la vida política no son ajenas al abandono de lo que algún teórico del Estado llamó la parte “dignificada” de la organización política.
Cierto, no es que el pasado estuviera desprovisto de algunas de estas manifestaciones. En el debate partidista, con frecuencia se llegó a extremos lamentables.
Al respecto, vale la pena recordar las palabras de ese gran orador francés, Georges Clemenceau, quien en 1893 se defendió con elocuencia y vigor contra infamias que le endilgaban sus enemigos: “en otra época se asesinaba; era la edad de oro. Hoy, contra los hombres políticos, la empresa reputada infame parece legítima. Contra ellas, la mentira es verdad, la calumnia lisonja, la traición lealtad”. La infamia se contrarrestaba con altura, ya no.
Reinventar la política quiere decir devolverle sus mejores cualidades. Ante todo, el fervor por el bien común. El respeto por el contradictor. Siempre el buen decir, como regla inalterable. La transparencia, en todo momento. La búsqueda sincera de coincidencias con los adversarios como procedimiento para construir consensos sostenibles. El compromiso de representatividad por parte de quienes han sido elegidos. La veneración por el imperio de la ley, por la vigencia de las instituciones, por el rechazo a todas las formas de violencia, por sobreestimar la persuasión frente a otras aproximaciones tortuosas, por el respeto a las minorías y por el rechazo al abuso de poder.