Desde el último decenio del siglo pasado, tras la aprobación de la Logse (1990), el sistema educativo español quedó sometido a dos "principios" sagrados del doctrinario progre: la anulación de la autoridad del maestro sobre el alumno, el "coleguismo" y la cancelación de la cultura del trabajo y el esfuerzo, premio al vago y desprecio al esforzado. La disciplina, en vez de valor positivo, pasó a ser considerada tacha y sinónimo de dictadura represiva, y el mérito para alcanzar metas, anti-igualitario y perverso.
Los resultados los tenemos encima. Un fracaso descomunal y creciente que nos coloca en la cola de Europa, que condiciona gravemente nuestro futuro y ha lesionado gravemente a varias generaciones. Y no hace falta ver el estudio Pisa, que ahora, y van ya unas cuantas, lo ha puesto por escrito, sino tener ojos en la cara y no tapárselos para no quererlo ver.
El proceso de degradación y el deslizamiento hacia el despeñadero del sistema educativo ha ido, además, acelerándose con sistemáticos empujones en la misma dirección donde cada gobierno socialista ha hecho todo lo posible por superar el delirio ideológico del anterior. En ello ha puesto gran empeño el sanchismo, como demostraron la ministra Celáa y después su sucesora Alegría, autoras de sucesivos y cada vez más enconados ataques contra la lengua, la historia, la geografía y hasta a las pobres matemáticas a las que se quería aplicar, a las otras por supuesto también, la ideología de género.
O sea que debe haber números, cuentas y operaciones machistas a las que se debería "reeducar". Todo bajo el inmenso paraguas del fomento de la ignorancia, la persecución de las Humanidades y el enaltecimiento de la vagancia y vituperio del laborioso. Pues no es otro el fruto y la conclusión a que se llega al tener establecido por ley el ascenso a quienes acumulan suspensos y para igualar, ir ahondando cada vez más en el pozo de la ignorancia hasta convertir al zote más contumaz en el modelo a imitar,
Pero hay todavía algo más y que se añade a la cada vez más rampante degeneración galopante del sistema educativo. Al catecismo progresista, que ha venido a sustituir, y en verdad que parten ambos de la misma intención, el adoctrinamiento ideológico, al del nacional-catolicismo del padre Ripalda, se ha unido y ahora cabalgan juntos, el nacionalismo feroz que ha hecho de este campo su gran palanca para la imposición de sus postulados.
El patriotismo, la Patria, se cimenta en el sentimiento de pertenencia y amor compartido a algo en común, donde se incluyen una lengua, una historia, una literatura, un arte, una monumentalidad y un territorio compartido y querido en su diversidad y que en su conjunto conforma algo de lo que nos sentimos hijos y herederos. El nacionalismo, se inscribe, por contra -y tiene como diferencia esencial con el concepto y sentir anterior- en el agravio, el resentimiento y odio a lo "otro". Esta es su seña troncal de identidad. Y eso es en lo que se ha volcado y se ha ensañado, que no enseñado, con la educación para corromperla y convertirla en adoctrinamiento e implante del chip separatista a las nuevas generaciones. El arrinconamiento y ya intento de extirpación de la lengua común y universal, castellano en España y español en el mundo, en la más flagrante y "normalizada" violación de la Constitución es la punta de lanza de ese ataque masivo contra las señas de identidad compartidas de todos los españoles y tras las que van luego todas las demás.
El asunto es quizás el más grave en su hondura, extensión y consecuencia de todos los que afectan a nuestra sociedad y a nuestra Nación. Afrontarlo habría de ser la tarea primordial de un Gobierno que quiera afrontar la regeneración y recuperación de valores, consensos y sentimientos de libertad, igualdad y fraternidad. Y eso empieza desde la escuela primera y por devolver a los maestros su "autoritas" y dignidad y autoridad y a los alumnos el derecho, pero también el deber, de aprender y no desperdiciar los medios que en ello se emplean y que todos contribuimos a costear.