He aquí otro aspecto que vale la pena considerar, como fruto podrido de una delincuencia morbosa que acaso hunda sus raíces en las masacres de los campesinos ultimados cobardemente en los riscos de nuestras veredas. Ese resultado no es otro que el menosprecio a que ha llegado la vida humana entre nosotros.
Los titulares de la prensa diaria, en que se da cuenta de los caídos en el último asalto de una cuadrilla de facinerosos; la página roja nutrida de casos de sangre de áreas urbanas, con el consabido saldo de víctimas, muertes, atracos, violaciones se dan día tras día. Todo esto ha ido creando en nuestro país cierto grado de insensibilidad moral; cierta ominosa frialdad ante el delito. Casi que dijéramos, cierta despectiva indiferencia ante esa ola de criminalidad que va extendiéndose cada vez más, como mancha de aceite.
Es decir, la pérdida de esas vidas humanas segadas por el asesinato, va adquiriendo la categoría de una ocurrencia inocua carente de la menor importancia, que a nadie logra conmover ni interesar, al menos que tenga contornos de folletín con drama pasional al fondo, o que el sexo asome su perfil picaresco. Se diría que se está formando una especie de endurecimiento de todo sentimiento humano, una costra de inaudita insensibilidad ante esos hechos delictivos.
Es preciso convenir en qué entre nosotros la vida humana va perdiendo categoría. Se va menospreciando cada vez más, como si no representara lo más sagrado de la creación. Como si los caídos no fuesen hermanos nuestros. Cómo sí no se tratase de seres humanos, dignos, por lo menos, de un poco de piedad.
Todo ello está indicando que la descomposición moral del país ha ido penetrando, con su corrosivo efecto, hasta el aniquilamiento de los más elementales sentimientos de humanidad. Que en el naufragio en que nos vamos sumergiendo -como en un légamo cenagoso- están periclitando lamentablemente todos los valores espirituales, toda una teoría de conceptos en que se ha sustentado la civilización cristiana, con sus principios de dignidad, de respeto, de solidaridad humana, que colocan al hombre en el elevado sitial que le corresponde, como ser superior.
No hay duda de que esa desvalorización, ese menosprecio de la vida humana, va produciendo un efecto letal; quebrantando los resortes morales del pueblo; abriendo el cauce de las pasiones primitivas desbordadas; rompiendo el dique de los rencores mezquinos; de los odios desatados; despertando la bestia humana dormida en nosotros. Y así seguimos, no va existir fuerza que logre detener ese devastador torrente de abominable delincuencia.
Por ello, se hace preciso volver por los fueros del respeto a la vida humana; devolverle su prístina excelencia; enaltecerla en su contenido como razón de ser del mundo, porque tenemos que convencernos de que nada tiene valor sin la presencia del hombre. Del hombre, como la más elevada expresión del universo.