Colombia es un país muy especial. En vez de una, tiene tres cordilleras. Dos mares, que son tres en realidad porque el llano se extiende como un océano inmenso al oriente y coquetea con la selva amazónica. En materia de ríos, pues desde el Amazonas hasta uno de aguas encendidas como un rubí. Dicen que tiene más aves que cualquier otro lugar y por ahora, sólo por ahora, hasta nieve, que ya no es “perpetua2.
Sí, “muy especial”. Tanto así que adora lo que otros aborrecen: la “guerra”.
No todos aman esa beligerancia; medio país está a favor de ella y medio por la “paz”. En el segundo bando, parece, la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional, que le encargó a Juan Pablo Carreño la Misa por la Reconciliación. Luego de oírla, es obvio en cuál de los dos bandos está el compositor santandereano radicado en París.
Música y compromiso
No son nuevas las relaciones entre música y compromiso. A finales del siglo pasado, cuando todo parecía estar a “punto de caramelo”, Rafael Puyana solía instalar en sus conciertos una pieza del siglo XVII “para estos tiempos alterados” de uno de los virginalistas ingleses de la época. No todos lo han hecho. Verdi escribió 16 óperas políticas y un Réquiem a la memoria de Manzoni. Berlioz también, en su Requiem y en la Sinfonía fúnebre y triunfal. Beethoven es abiertamente político en la Heroica y en la Novena. Hasta Bach se compromete en su Cantata BWV 80 Ein feste Burg, no hay sino que oír la música para saberlo. Penderecki y Messiaen en el siglo XX usan la música como vehículo de Manifiesto: el Treno por las víctimas de Hiroshima del primero y el Cuarteto para el fin del tiempo del segundo, por ejemplo.
La Misa por la Reconciliación de Carreño, cuyo estreno ocurrió la noche del pasado miércoles en la Catedral Primada de Bogotá está justamente en esa línea conceptual.
Con sus pros y sus contras no es gratuito que la Dirección de Patrimonio de la Nacional haya preferido la Catedral Primada como marco para el estreno mundial de la obra. Verdi, que no era el más creyente, movió cielo y tierra para que su Réquiem se estrenara, no en la Scala, sino en la Iglesia de Marcos de Milán. Más allá de los credos, esto es simbólico.
A la cabeza de los pros, por supuesto, que el recinto está en el marco de la Plaza de Bolívar y que sus puertas se abrieron a las seis de la tarde para albergar una multitud de miles de “almas” que llenaron por completo las naves; también que la Catedral tiene órgano, instrumento decisivo en la orquestación de Carreño.
En contra, pues la acústica, ideal para el órgano o para una Misa de Palestrina, pero sumamente complicada, sí no se trabaja obsesivamente para obras de gran despliegue instrumental; por suerte, la partitura de Carreño, en su mayor parte, opta por un aparato vocal e instrumental reducido y los pasajes de gran sonoridad están al principio y final de la obra.
En todo caso, la multitud pareció entender el significado implícito entre la simbología del lugar y el mensaje.
La música
A Carreño le tomó varios años la composición. En el sentido de la «tradición» no se trata de la secuencia usual -Kyrie – Gloria - Credo – Sanctus y Agnus Dei- de los grandes compositores, seguramente usa la palabra en el sentido de «Acto solemne de celebración», lo mismo que Brahms en su Réquiem alemán, porque los textos provienen del Salmo VI del Oficium Pasionis Domini de San Francisco, el más humanista de los medievales, de testimonios de las víctimas de la “Masacre de El Salado” y la “de Bojayá”, textos de Nicolás Gómez Dávila y el tratamiento libre del Offertorium de la Misa del Domingo de Pascua”. La composición original contiene además un Oficio de Tinieblas que no se interpretó por su extrema complejidad: polifonía a 20 voces.
En el Altar Mayor el enorme aparato vocal e instrumental: orquesta completa, el grupo vocal Vox Clamantis, la orquesta de cámara Ensamble Le Balcon, los solistas, Sydney Fierro, barítono y Beatriz Elena Martínez, soprano, a la derecha John Walthausen en la consola del órgano catedralicio, al fondo el Coro Voces de luz, el Coro de cámara javeriano, la Coral Coroncoro y en el podio de la dirección el francés Maxime Pascal.
La primera parte, la que eventualmente podría entenderse como Introducción y Primer movimiento, Resurrección de la Fe y Gloria fue la que acústicamente hablando le dio molida al director y al público, por esos tiempos tan amplios de “reverberación” del interior del recinto que comprometieron el resultado musical y la nitidez en la comprensión de los textos. Las cosas cambiaron bastante a partir del Officium Passionis Hostias, movimiento central, donde se alternaba la actuación de los seis solistas de Clamantis, las de los solistas Fierro y Martínez, de buena pero no ideal vocalización y dicción, y las breves actuaciones del aparato coral y las dos orquestas, en un estilo musical, contemporáneo y audaz de carácter místico que hasta podría hundir sus raíces en la antigua Salmodia al modo oriental.
Enseguida una recapitulación de la Resurrección de la Fe, el Gloria y el movimiento final, Offertorium, que en un clima que hacia recordar El campo de los muertos de Prokofiev condujo inexorablemente a un pasaje de profundo lirismo, en el que Carreño se permitió darle vuelo a la imaginación melódica, clímax de toda la composición, prácticamente en el mundo de la Armonía y la Tonalidad, fragmento decisivo para entender la nuez de la composición: la Reconciliación.
Será el tiempo el encargado de ratificar la vigencia de la música y, quizás, más adelante se dé la ocasión de oírla completa, integral, con el Oficio de tinieblas.
De pronto, también, un grano de arena en el arduo proceso de la Reconciliación.