Música más allá de la música | El Nuevo Siglo
Jueves, 30 de Agosto de 2012

Por Emilio Sanmiguel

Especial para El Nuevo Siglo

 

¿Qué más se puede agregar luego del concierto de András Schiff la pasada semana en el Teatro Mayor?

Presumo que poco, muy poco. Los que lo vivieron, saben exactamente cómo fue. Quizás esta crónica tenga el sentido de contarles a los que no estuvieron ese viernes en el Teatro que se lo perdieron, y algunos habrían podido no perdérselo, porque el Teatro estaba casi lleno, casi, porque pese al renombre internacional de Schiff, no se agotó el aforo de la sala; de acuerdo, llegar al Teatro es toda una faena, pero se justificaba, y con creces., eran pocas, muy pocas las localidades vacías, pero las hubo.

Al final, lo que quedó flotando en la atmósfera es que la experiencia de asistir a un concierto de tanta categoría para ver una gran estrella internacional supera cualquier expectativa.

El programa fue, sin duda, uno de los grandes puntales de la noche. Visto en perspectiva, luego de vivirlo, se llega a la conclusión de que estaba concebido como un todo de inteligente lógica y dramatismo.

Abrió con una de las más grandes sonatas de Beethoven la Nº 32 en mi mayor, op. 109, recreada con magistralidad; el control y dominio del primer movimiento vivace ma non troppo dejó muy en claro que se trataba de un pianista de muchos quilates intelectuales, lo que se corroboró, claro, en la interpretación de las variaciones que son su tercer movimiento, porque las fue desgranando una a una, sin que el movimiento perdiera ni por un instante su gloriosa unidad.

Enseguida un salto de esos que pueden dejar sin aliento a cualquier espectador, pues continuó con una de las obras más exigentes del piano del siglo XX: la Sonata de Béla Bartók, que en manos menos cautelosas puede parecer apenas un ejercicio de exhibición de la técnica del piano percutido, pero Schiff se permitió justamente poner de relieve su inagotable vena melódica, los temas salían de sus manos como por arte de magia en medio de las abigarradas sonoridades, algo muy difícil de conseguir para la mayor parte de los pianistas, pero no para él, que como húngaro conoce bien los justos valores de la melodía y como grande del piano tiene la técnica suficiente para resolver con naturalidad una partitura que demanda un virtuoso, pero sobre todo un gran músico.

Cerrando la primera parte la Sonata I.X.1905 de Leoš Janáček, que constituyó el pivote dramático de la noche, porque la obra por decisión del compositor está incompleta, todo lo que tenía de explosivo el Bartók se convirtió en reflexión en la interpretación del Janáček, una experiencia diferente a la vivida con la sonata de Beethoven y la de Bartók. Schiff logró al final dejar flotando sus últimos acordes, melancólicos, misteriosos, como unas campanas fúnebres cerrando la primera parte y abriendo un paréntesis de suspenso.

La segunda fue por completo para Schubert. Pocos, pero de verdad muy pocos, son los pianistas que tocan en público sonatas de Schubert. Schiff escogió una de las más grandes, la Nº 18 en sol mayor. Otro mundo, otra atmósfera, otra manera de hacer la música y otra manera de evidenciar el control que hay que ejercer sobre una partitura tan extensa y tan llena de relaciones entre todas sus partes. Claro, al final del Allegretto el teatro se desbordó y vino la ovación para el artista.

Luego de una obra tan compleja parecía inconcebible que ocurriera el milagro del bis. Pero el apasionamiento del público lo logró. Y vino una nueva lección por parte del pianista. ¿Qué se podía tocar luego de la Sonata? Schiff tuvo la respuesta: primero un Impromptu de Schubert, delicioso, perfecto en realidad, y para despedirse de Bogotá el primer movimiento del Concierto Italiano de Bach.

En este punto se cerró el círculo: Sonata 30 de Beethoven, Sonata de Bartók, Sonata de Janáček, Sonata 18 y un Impromptu de Schubert y Bach que es el principio y el final de toda la música: todo estaba dicho.