En este artículo, el filósofo Lisandro Prieto Femenía presenta un análisis de “El sentido de la Navidad”, en el cual intenta reflexionar sobre dos pilares esenciales de la celebración: la humanidad y la humildad.
En su esencia más profunda, la Navidad nos interpela como individuos y como sociedad, enfrentándonos a cuestiones éticas, espirituales y filosóficas, si es que la consideramos como un tiempo sagrado ideal para pensar y no para gastar nuestro aguinaldo en cosas que no necesitamos.
Más allá de su dimensión religiosa, porque aquí me pueden leer todos, crean o no en un Dios, la natividad nos invita a profundizar sobre el sentido de nuestra humanidad, sobre el valor del prójimo (nuestros “próximos”) y sobre el lugar que ocupan la humildad y la solidaridad en nuestras vidas.
Desde una perspectiva filosófica, esta celebración encarna valores fundamentales para la convivencia humana, motivo por el cual es necesario pensar en la solidaridad, entendida como la capacidad de identificarnos con las necesidades del otro, algo que se vuelve especialmente relevante en esta época en la que mientras muchos celebran tirando la casa por la ventana, otros comen de la basura sus restos la mañana siguiente.
Según Dietrich Bonhoeffer, la comunidad humana no se sostiene por discursos grandilocuentes, sino por pequeños y repetidos actos de amor y responsabilidad: en este mundo, marcado por la alienación y el individualismo, la navidad es un recordatorio de nuestra interdependencia y de la urgencia de tender puentes.
Dicho esto, podemos pensar entonces en otro concepto que es fundamental en este contexto, a saber, la reconciliación, que representa otro pilar central de lo que suele llamarse “el espíritu navideño” que tiene sus raíces en la tradición cristiana, pero también puede ser comprendida desde un marco ético secular respetuoso. Al respecto, Hannah Arendt, en su obra “La condición humana”, señaló que el perdón es una acción que rompe el ciclo interminable de venganza y resentimiento, creando la posibilidad de un nuevo comienzo.
La Navidad, como tiempo de reconciliación, nos desafía a perdonar, no como un acto de debilidad (así lo venden los ideólogos posmodernos), no, sino como un gesto de fortaleza moral que renueva las relaciones humanas, comúnmente rotas por cuestiones de ego, orgullo, avaricia y mezquindad. Además, la compasión, entendida como un “sufrir con el otro”, nos remite al corazón de la ética del cuidado defendida por teólogos como Jürgen Moltmann, quien indicaba que la Navidad no solo celebra un acontecimiento divino, sino que nos llama a una transformación ética: “Si Dios se encarna en lo humano, entonces cada vida humana tiene un valor sagrado”. Este enfoque se centra en la importancia de mirar a nuestro prójimo no como un medio para nuestros fines (es decir, como “útiles”), sino como un fin en sí mismo.
¿Quién no tiene vínculos rotos que redimir? De esto se trata, porque la reflexión sobre la reconciliación es uno de los aspectos más desafiantes del espíritu navideño. No se trata meramente de un gesto de buena voluntad temporal, sino de una acción ética edificante que implica un compromiso transformador hacia los demás y hacia uno mismo. En un modo de vida fracturado por el resentimiento, las grietas innecesarias y el egoísmo, la reconciliación emerge como una tarea urgente para restablecer los vínculos humanos que sostienen a la humanidad.
Por su parte, Paul Ricoeur en “La memoria, la historia, el olvido”, profundizó en este aspecto de la reconciliación como un proceso que abarca tanto el ámbito individual como el social: para él, la reconciliación implicaba una relectura del pasado que no niegue los conflictos, sino que los trascienda a través del reconocimiento mutuo y la justicia. En este sentido, la Navidad es una oportunidad para mirar al otro, no desde el juicio, sino desde la compasión que permite sanar las fracturas personales y sociales.
“El reconocimiento mutuo no es solo una condición para la paz, sino también el punto de partida de una vida justa”: Ricoeur, 2000, p. 89.
No es casual tampoco que Karl Rahner, en su obra “El contenido de la fe”, sostuviera que la reconciliación sólo es posible cuando dejamos de lado nuestro orgullo y reconocemos nuestra propia fragilidad, ya que “sólo quienes reconocen sus propias faltas, pueden abrirse al perdón y a la restauración”. Este mensaje replica profundamente en el contexto navideño, donde el gesto de perdonar y de buscar el perdón refleja la esencia misma de la celebración que convoca a la reunión, no a la división y a la soledad forzada por el rencor.
“La reconciliación no es una acción unilateral, sino un intercambio donde ambas partes renuncian a algo para construir una nueva relación”: Rahner, 1978, p. 46.
Habiendo interpretado a la reconciliación como un acto de resistencia al odio y al individualismo imperante en nuestro contexto social postmoderno, marcado por las divisiones y el aumento de la intolerancia, es preciso entonces enmarcarla como una actitud valiente que confronta éticamente las tensiones y las diferencias que nos separan para construir un terreno común.
Es más, podemos acudir a uno de los principales ideólogos del posmo-progresismo deconstructivo que nos toca vivir hoy, Jacques Derrida, y encontraremos algo revelador. En “El siglo y el perdón” advierte que el acto de perdonar es intrínsecamente paradójico: perdonar lo imperdonable sería el único perdón verdadero. Aunque la idea parece desafiante, rescata la profundidad de la reconciliación como un acto radical que no busca justicia retributiva, sino una transformación de las relaciones humanas. En el contexto navideño, esto significa no solo reconciliarse con quienes nos rodean, sino también con uno mismo ya que, muchas veces, el mayor obstáculo para la reconciliación es la incapacidad de perdonarnos por nuestras propias fallas. Pues bien, la Navidad nos llama a aceptar nuestras imperfecciones y a emprender el camino hacia la restauración personal y comunitaria, si es que decidimos transcurrir este tiempo sagrado en modo reflexión espiritual y no en modo gastador estructural.
La humildad, entonces, no es simplemente una virtud individual, sino un acto de resistencia poderosísimo frente a una cultura que privilegia y naturaliza el egoísmo y la ostentación. Sobre este asunto en particular, Simone Weil en su obra “Echar raíces” describe la humildad como la verdad misma del alma que reconoce su lugar en el universo: la navidad, en este sentido, nos desafía a reconocer nuestra pequeñez y, al mismo tiempo, nuestra capacidad de contribuir al bienestar común desde donde nos toque jugar, sin excusas.
En conclusión, en medio de las luces, las celebraciones, las mesas bien servidas y los fuegos de artificio, la Navidad nos recuerda que el verdadero cambio comienza, en realidad, en lo más sencillo y pequeño: en el acto de cuidar, de compartir y de reconciliarnos con los demás. En este punto, las palabras de San Agustín en sus “Confesiones” resuenan con urgente necesidad, cuando sostuvo que “el corazón humano está inquieto hasta que descansa en el amor verdadero”.