La tiranía madurista | El Nuevo Siglo
/AFP
Viernes, 10 de Enero de 2025

Por supuesto, ninguno de los actos llevados a cabo el viernes en Caracas, legítima el espurio poder que, con las bayonetas, detenta Nicolás Maduro y sus áulicos en Venezuela. Porque en efecto las plenas atribuciones constitucionales siguen en cabeza del presidente legítimo, Edmundo González, una vez logró una victoria abrumadora por dictamen del pueblo vecino hace seis meses. Y ese resultado no ha cambiado un ápice.

Por el contrario, es un resultado que sigue intacto −a ojos del mundo entero− como testimonio fehaciente de la soberanía popular y el querer de los venezolanos en una relación de 70 a 30%, de acuerdo con las actas electorales legítimas. Inclusive sin contar las gigantescas mayorías, víctimas de la diáspora internacional, a las que se les impidió votar por cuenta de las trapisondas del régimen autocrático.

En todo caso es la infamante ostentación de las armas la que demuestra la pertinaz debilidad del madurismo. Efectivamente, ya sin el más leve cariz de democracia ni la más mínima fachada al respecto, es evidente que los maduristas se aferran al poder, no en interés alguno del pueblo, sino de sus objetivos fraudulentos y personalistas. Y por ello han reconfirmado el golpe de Estado bajo la mampara de una solemnidad a todas luces falsaria, trágica y caricaturesca. Lo que todavía es peor, porque es la degradación de los contenidos espirituales e históricos de una nación que no se merece la suerte a que la ha sometido una satrapía cada vez más patológica e indeclinablemente presa de sus fantasías delirantes.

El cierre definitivo del sistema de libertades, el desconocimiento del voto como elemento vital, la desestructuración estatal con sus pesos y contrapesos, así como la imposibilidad de la opinión libre son características, entre otras, de eso que los tiranos venezolanos llaman la fusión cívico-militar, donde lo cívico es apenas un comodín inexistente. Si se desconoce la máxima expresión de civilidad, que justamente es el acto de votar y escoger libremente a los voceros del Estado, pues de antemano se está eliminando el origen de todo lo cívico. Y aún más: así se corroe el principio sacrosanto consagrado internacionalmente en la autodeterminación de los pueblos.

Precisamente eso es lo que se le ha esquilmado y usurpado al pueblo venezolano: su capacidad de autodeterminación. Allí una minoría tiránica acaballada en el militarismo, a la que los votantes han dicho que no quieren ver en el poder y a la que le han señalado un clarísimo voto de rechazo y desconfianza, pretende perpetuarse a como dé lugar. Aceptaron, a los efectos, ir a unas elecciones, convencidos de un respaldo que, de lejos, no tenían. Y cuando se dieron de bruces contra la realidad, aun haciendo hasta lo imposible para obtener un veredicto favorable, se dedicaron a la trampa y a impedir la autodeterminación popular. Que además ahora quieren rematar con una Asamblea Nacional Constituyente que no tiene más pies ni cabeza que la perpetuación golpista, es decir, algo así como un perro dando vueltas y comiéndose la cola fruto de su desasosiego y desorientación.

Pero desde luego la lucha por la democracia, la emancipación y la libertad continúa. No pudo, claro está, el tirano Maduro hacer la pantomima de la posesión sin una protesta generalizada de las democracias mundiales y que en adelante tienen el compromiso de escalar su efectividad contra el golpe de Estado en curso. Ni siquiera contó Maduro con la presencia de los autócratas internacionales de alto nivel, que furtivamente enviaron delegaciones para salir del paso, y los grandes abrazos fueron para el izquierdismo latinoamericano en decadencia, encabezado por Nicaragua y Cuba, con alguna palmadita adicional para el embajador de Petro en Caracas.

Sin embargo, nada de eso le dio legitimidad alguna ni a Maduro ni al régimen ni a los doblegados militares venezolanos incapaces de salir del laberinto del poder ilegítimo en que se han metido y del que podrían resurgir si al menos algunos sufrieran un ataque de sensatez y verdaderamente pensaran en la vocación de futuro de su país. Por más terror, la ilegitimidad ya no da para más.

Aunque siempre ha sido así, tal vez sea hoy más claro que nunca que la causa de la democracia venezolana es la misma causa de la democracia colombiana. En efecto, hubo de encontrar el Libertador infinidad de veces en nuestro país los arrestos para sus batallas continentales por la soberanía y autodeterminación popular. Ciertamente, la misma que hoy se exige para Venezuela y su pueblo. Y en la que nadie que se diga demócrata dejará de insistir, sin esguinces ni contemporizaciones.