La ingobernabilidad es cada vez más común en Latinoamérica | El Nuevo Siglo
CADA VEZ es más común, sobre todo en América Latina, que el presidente de un país se elija en una segunda vuelta con “votos prestados”. Y, generalmente tienen gobiernos con minorías en el Congreso. /Archivo AFP

Martes, 14 de Noviembre de 2023
Pablo Uribe Ruan*

Hace dos años y un poco más, el hombre del sombrero “chotano”, Pedro Castillo, era destituido en un juicio político en el Congreso peruano por “rebelión”. El presidente no lograba cumplir si quiera la mitad del periodo constitucional, confirmando que Perú se ha acostumbrado a convivir con una inestabilidad política permanente. 

Lejos de ser un fenómeno exclusivo de este país, en uno y otro lado de América Latina se repiten algunas o todas las condiciones que desembocaron en la salida anticipada de Castillo: gobiernos con minorías en el Congreso, votos “prestados” para ganar segundas vueltas, desgaste de los partidos políticos, anti-oficialismo extremo, y polarización en ascenso.

Este es el cóctel de las democracias regionales, en las que la impopularidad se mezcla con la dificultad de gobernar, convirtiéndose en una regla en uno y otro lugar. De las reelecciones auspiciadas por el boom de los commodities y altos niveles de popularidad de comienzos de siglo, hemos pasado a gobiernos que salen por la puerta de atrás y abren paso a la oposición, que por lo general gana en una apretada segunda vuelta e intenta cambiar todo.

La imagen se repite desde la Patagonia hasta casi México (este parece una excepción). Es posible, de hecho, verla Estados Unidos, con la derrota de Donald Trump. Sin embargo, la segunda vuelta en América Latina está llena de particularidades que explican la ingobernabilidad y, para algunos, el deterioro de la política.

 

Casi inevitable

Como los presidentes cada vez son menos populares, los políticos que aspiran a dirigir sus países igualmente gozan de un apoyo relativo. Así que cuando se lanzan a la presidencia, ningún candidato suele ganar en primera vuelta, como alguna vez lo logró Álvaro Uribe, Néstor Kirchner o Luiz Inacio Lula da Silva.

Basta ver las elecciones presidenciales de los últimos tres años. Salvo en Bolivia, donde Luis Arce ganó en la primera jornada de las urnas, todos los mandatarios han tenido que ir al balotaje, como es el caso de Gabriel Boric, Lula Da Silva, Pedro Castillo, Álvaro Noboa, Gustavo Petro o el guatemalteco Bernardo Arévalo (en Paraguay no existe segunda vuelta).

Entrados en el gobierno, ninguno de estos presidentes ha logrado construir una mayoría sostenible en el Congreso que le permita apalancar sus agendas de cambio. La relación, por el contrario, ha sido tensa e incluso ha llevado a un choque de poderes entre presidente y legislativo, con saldo a favor del segundo. En Perú, por ejemplo, los congresistas bloquearon toda la agenda hasta la destitución de Castillo, así como en Chile han impedido las reformas constitucionales de Boric.

Una de las razones que explica esta tendencia es la disparidad electoral. Mientras los presidentes son electos en apretadas segundas vueltas, los parlamentarios ganan sus escaños dos meses antes en las elecciones legislativas. Esta asincronía hace que las fuerzas políticas del Congreso de turno tiendan a ser opuestas a las de los presidentes entrantes y no se logren puentes entre uno y otro poder.

Curiosamente, esta atipicidad latinoamericana se diferencia de Francia, donde se inventó la segunda vuelta. Allí, se vota la segunda vuelta el mismo día en que se elige el Congreso, dándole mayor legitimidad al proyecto político entrante. Igualmente, el sistema de partidos francés, aunque no es del todo fuerte, goza de coaliciones y algunos partidos consolidados que permiten construir consensos sobre un mismo modelo de país.

No todo pasa por el diseño institucional y las reglas electorales, en todo caso. También, sin duda, hay una incapacidad de los presidentes para construir sólidas mayorías legislativas que logren mantenerse en el tiempo y eviten el bloqueo parlamentario, tan común por estos tiempos.

 

Desgaste y anti-todo

¿Qué quieren, exactamente, los votantes? se han preguntado, en repetidas ocasiones, los analistas. Con pocas respuestas, lo que es más claro es que en la región se tiende a votar más contra alguien que a favor de un proyecto.

Los electores, angustiados por las condiciones de vida, que desde la crisis pandémica del covid 19 se han deteriorado, optan en primera vuelta por candidatos que despiertan emociones y hacen parte de los extremos, llevando a sus países a una tensa segunda vuelta, como la que tendrá Argentina este domingo entre Javier Milei y Sergio Massa.

De país en país se repite esta tendencia. Sentenciado por la justicia de Brasil por corrupción y, luego, archivado el proceso, Lula volvió a la política para impedir la reelección de Bolsonaro, en unas elecciones entre dos extremos en donde primó la tesis de votar “para que no llegue el otro”. El antibolsonarismo movió más a los electores que cualquier otra cosa, y viceversa, evidenciando el momento actual. Hace 20 años, cuando Lula ganaba por primera vez tenía 16% de desaprobación, según Datafolha, en cambio durante la segunda vuelta de 2022 llegó al 46% (Bolsonaro 51%).

“Los balotajes consolidan clivajes, que están basados en identidades positivas o negativas. En el Perú de 2021 fue totalmente negativo: el anticomunismo contra el antifujimorismo. En Ecuador pasó lo mismo que en Perú con el anticorreísmo. Si un presidente triunfa gracias a una identidad negativa, normalmente tiene poco apoyo popular porque sus votos son circunstanciales y estratégicos y poco respaldo en el Congreso”, le dice a La Nación de Argentina, Carlos Meléndez, analista político y profesor en Perú y Chile.

Las victorias de los presidentes entrantes igualmente en segunda vuelta no se deben sólo a su partido o coalición política, sino a múltiples grupos que lo eligen, pero fácilmente pueden quitarle su apoyo en los siguientes meses. Son votos “prestados”, que, dependiendo de su gestión y relación con el Congreso, pueden seguir apoyando o moverse fácilmente a la oposición. Casi siempre se van.

Con un apoyo relativo y la fragmentación de las bases, los presidentes llegan al primer año de gobierno con tasas de favorabilidad menores al 35%, algo impensable dos décadas atrás. Y sin contar con que, por lo general, tienen al Congreso en contra y una sociedad civil cada vez más activa que exige cambios inmediatos o sino tiende a pasarse a la oposición.

Gobernar ya no es lo mismo de antes. Exige mucha más capacidad para mostrar resultados ante una permanente rendición de cuentas, que se entreteje en un marco de polarización y tensiones con el legislativos, que suelen anteponerse a la mayoría de presidentes.