
Tengo que comenzar este artículo recordando donde estamos hoy en Venezuela, a pesar de la rotunda obviedad de los hechos: la dictadura de Nicolás Maduro vive el peor momento de toda su trayectoria. Mantiene el poder haciendo uso de la represión y la violencia sobre una sociedad que lo repele en más de 90%.
Maduro, Diosdado Cabello, Vladimir Padrino López y la minoría que los rodea, se han convertido en destinatarios de la creciente repulsa ciudadana. La acogida que alguna vez tuvieron en parte de los sectores populares ha desaparecido casi sin dejar huellas de que alguna vez existió. Se ha evaporado de modo irremediable. La frase de una exdirigente del Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv) que ahora lidera protestas en contra del régimen en una de las barriadas de Petare, lo expresa con elocuencia: “Maduro tiene más guardaespaldas que votos”.
Y es justo ese el factor que el pesimismo crónico -que prevalece todavía en sectores políticos opositores- no puede, no debe desconocer: que el declive del apoyo al régimen de Maduro no ha conducido a la desmovilización o a la indiferencia (en la Venezuela de estos años ya no es posible la indiferencia). Al contrario, el rechazo que se está produciendo es intenso y extendido, a un mismo tiempo. Las protestas en todo el territorio se producen a diario, solo que el cierre de miedos y la feroz acción de la censura apenas permiten conocer la firmeza, constancia e irreversibilidad del proceso político en curso.
Porque de eso se trata: esas manifestaciones y protestas no son hechos aislados o puramente reivindicativos. Son la manifestación externa, diaria, pertinaz y corajuda, en cualquier punto del territorio venezolano, de una sociedad que se moviliza frente al poder infame y degradado, poder que no tiene ni una sola posibilidad de acción, que no tiene otra respuesta que no sea aplicar formas de violencia judicial, policial, militar, paramilitar o delincuencial en contra de ciudadanos y familias indefensas.
Cuesta entenderlo, pero se trata de un dato sustantivo y universal de la política y del ejercicio del poder: cuando el menú de opciones de un régimen se ha ido vaciando con el paso del tiempo; cuando su discurso se ha agotado al punto de hacerse inaudible; cuando sus posibilidades de establecer acuerdos no existe y su único recurso consiste en comprar voluntades, compras desesperadas y onerosas porque los que están disponibles en la vitrina son políticos venidos a menos, de dudoso accionar, que no tienen influencia ni popularidad alguna; cuando el propio régimen ha destruido su capacidad de alcanzar acuerdos, destruida su credibilidad por una acumulación de mentiras y trampas que ahora ejecutan sin disimulo ni coartada; cuando un poder tiene estas características que acabo de listar, significa que está solo. Significa que está aislado. Significa que su capacidad de hacer política tiende a cero, y que no dispone de más recursos que las bombas lacrimógenas, las balas, los secuestros y los antros de tortura para mantenerse en el poder.
A lo dicho hasta aquí, todavía hay que añadir el factor electoral, que ha llegado para desquiciar por completo la situación del régimen. Porque tras el aplastante triunfo de Edmundo González Urrutia el 28 de julio de 2024, le sucedió él más escandaloso acto de usurpación del poder que se haya producido en más de un siglo en toda América Latina: con una desventaja de más de 40 puntos, Maduro se declaró ganador, rodeado de secuaces y guardaespaldas (paradójicamente, guardaespaldas a los que no permitieron ejercer su derecho al voto ese día).
Pero la decisión de adoptar, ahora sí, la entidad de un dictador, se materializó el 10 de enero de este año: a partir de ese momento, el tablero geopolítico internacional cambió su perspectiva hacia Maduro. Se acabaron las dudas y los atenuantes: no es más que un dictador, que ha violentado y desconocido la voluntad de los venezolanos, e iniciado un programa de represión y violencia política, todavía más grave, desproporcionado, injustificado y virulento que en los meses y años previos.
Maduro se ha incorporado a la categoría de los Pinochet, los Videla, los Fidel Castro, los Manuel Noriega y los Alfredo Stroessner, luego de ser abrumadoramente derrotado en un proceso electoral 100% controlado por él, proceso vicioso y sembrado de trampas, organizadas a lo largo de los años.
A diferencia de las dictaduras mencionadas, que tuvieron en su momento algún aliado y contaban con el apoyo de ciertos discursos con los que se pretendía rodearlos de alguna legitimidad, Maduro está solo y aislado en el plano internacional. Es el apestado de la política internacional. Apestado cuyos interlocutores son otros apestados como él: los Ortega y Díaz Canel, los cabecillas de las dictaduras de Nicaragua y Cuba, respectivamente.
Nunca el régimen había estado tan débil y extenuado, ni tampoco la oposición democrática había logrado una posición política de tan fundamentada legitimidad. Si esto es así, ¿por qué esa atmósfera de que los demócratas hemos perdido otra batalla, cuando los hechos son categóricos y unánimes?
En lo esencial, el tablero ganador sigue siendo el mismo: hay un presidente electo y legítimo, González Urrutia; hay un liderazgo opositor también legítimo, surgido de unas elecciones primarias, el de María Corina Machado; hay una sociedad que, sin fisuras, reclama a cada minuto un cambio político en Venezuela; y hay un despliegue internacional, por encima de las diferencias ideológicas, que reconoce que la de Maduro es una dictadura que debe acabarse de inmediato.
¿Se justifica entonces que haya entre los demócratas quienes sienten que hemos sido derrotados?
*Fundador y director del periódico El Nacional