- Un estipendio convertido en anatema
- Hora de escuchar al presidente del Senado
El salario de los parlamentarios siempre ha suscitado agudas polémicas en el país. Tal vez porque se concibe la hechura de las leyes y el ejercicio del control político más como una dignidad que como una profesión. Por tanto, muchos piensan que aquella delegación democrática no debería ser motivo de una lógica empresarial que, además, puede llegar a confundirse con salario por hora sentado en el hemiciclo, productividad por exceso normativo, oratoria repetitiva, recursos reglamentarios dilatorios y tantas otras taras atávicas. En esa perspectiva, la propuesta del presidente del Senado de bajar la remuneración de los congresistas, en consonancia con la idea reiterada de otros partidos, podrá tener algún tinte polémico al interior de la corporación, pero como mensaje a la opinión pública ha tenido un recibo altamente favorable.
En efecto, valga recordar que las fricciones entre el Libertador y el vicepresidente Santander se debieron, en principio, al pago de esos emolumentos. De hecho, Bolívar pensaba que en un país asediado por los problemas de caja y el déficit permanente no era dable pensar en pagar a los parlamentarios. Santander, por su parte, creía que sortear las arduas distancias para instalarse en la capital, por un período considerable y a fin de garantizar un quórum estable, merecía un estipendio. En esa pugna se fraguó, a nuestro juicio, la indisposición preliminar entre los próceres. No en vano Santander, bajo la deducción antedicha, comenzó a fabricarse un partido en torno suyo, mientras el Libertador mantenía la idea de que cualquier excedente debía colaborar exclusivamente en los pagos atrasados de los soldados y mejorar las condiciones estructurales del ejército.
Durante un largo transcurso de la vida republicana se determinó luego que los congresistas serían remunerados por sesiones, aunque con honorarios pequeños, más bien como viáticos y gastos de representación, por lo cual se les permitió el ejercicio de sus profesiones. Bajo esa premisa, el Congreso solía sesionar de noche y hasta la madrugada, de modo que durante el día sus integrantes pudieran atender las actividades particulares. Aunque así fue, el método tenía sus problemas, porque los congresistas solían alargar los debates con el objeto de que, al final de la legislatura, el gobierno citara a sesiones extraordinarias y por esa vía obtener recursos adicionales. De suyo, esto ocurre hoy con las sesiones de concejos y asambleas, donde es común que muchas de las actividades corporativas terminen en extras.
Frente al pago por sesiones a los congresistas se decidió después, a fin de evitar las prórrogas, así como en virtud de impedir el conflicto de intereses entre la labor legislativa y el desempeño profesional, que se pagaría a través de un sueldo permanente, más tarde complementado con el acceso a garantías pensionales excepcionales. Esto produjo una erosión en el ejercicio parlamentario puesto que la transacción a cambio del respaldo electoral de los suplentes consistía en dejarlos ocupar la curul, por un lapso mínimo, para poder ser pensionados con las mismas prerrogativas de los principales. Ya por entonces se habían establecido los nefandos auxilios parlamentarios que tanto ayudarían en el desprestigio de la corporación en compañía de los viajes inútiles al exterior. Todavía peor era la actitud furtiva por medio de la que, cualquier día, un parlamentario pedía la palabra y como quien no quiere la cosa presentaba una ponencia con el fin de fijarse el Congreso la propia remuneración en las llamadas dietas parlamentarias, causando un estrépito nacional.
Fue de todo lo anterior en donde los jóvenes de la época encontraron un caldo de cultivo para congregarse en torno de la Séptima Papeleta y respaldar la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Probablemente por ello el celo de la Asamblea fue una estricta reacción para renovar el oficio de hacer las leyes, establecer un régimen taxativo y producir un nuevo sistema de remuneración, intentando profesionalizar la actividad.
Así las cosas, se adoptó el reajuste anual del salario de forma automática y proporcional al promedio ponderado de los sueldos oficiales de la administración central, a fin de evitar el espectáculo de las dietas. Lo que en la teoría y en principio pareció justo y apropiado. Pero la variable matemática aprobada llevó en la práctica a que paulatinamente la retribución pasara de un factor de 14 a más de 44 salarios mínimos mensuales, de 1991 a hoy, desbordando con creces los parámetros latinoamericanos e incluso algunos europeos. Fue así como el pago del estipendio parlamentario terminó convirtiéndose en una especie de anatema. El problema radica, pues, no en la noción de la remuneración, sino en el cambio de la fórmula constitucionalizada desde entonces. Basta con ver la espiral para entender por qué la propuesta del presidente del Senado a muchos suena… suena.