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En la democracia ideal, aquella que Montesquieu propuso con equilibrio de poderes y ciudadanos responsables, el gobierno es un pacto entre mandatarios y gobernados. Un pacto basado en la integridad, la justicia, la responsabilidad y el bien común. Sin embargo, en Colombia hemos pasado del pacto democrático a la tragicomedia, donde la política y el servicio público se han convertido en un espectáculo mediático y decadente, en lugar de una gestión efectiva. Vivimos bajo la improvisación de un gobierno que no solo no sabe gobernar, sino que parece no tener la intención de aprender a hacerlo.
Promovieron la ilusión de un "gobierno del cambio", pero el único cambio ha sido la profundización del desgobierno y los saltos al vacío sin paracaídas. Mientras tanto, el país sigue a la deriva, sin prioridades claras ni dirección estratégica.
Decía Edmund Burke que un gobernante no es solo un delegado de la voluntad popular, sino un guardián de los intereses superiores de la sociedad. Infortunadamente en nuestro caso, la gestión de lo público ha sido secuestrada por la incompetencia. Lo importante no es gobernar, sino asegurar la atención mediática, construir narrativas, posicionar culpables para cada crisis que surge y dejar a millones de colombianos abandonados a su suerte.
Nos dicen que la democracia debe respetarse porque el presidente fue elegido por el pueblo. Y eso es cierto. Pero ganar una elección no es suficiente. Se necesita saber gobernar y hacerlo con integridad. La legitimidad se sostiene en la capacidad de gobernar con responsabilidad, transparencia y resultados. Ganar una elección no otorga un cheque en blanco para destruir la institucionalidad ni para manejar el país como un experimento. La gobernabilidad se basa en el compromiso constante con el bienestar ciudadano.
Aristóteles afirmaba que la pedagogía es el arma más poderosa para preservar la democracia. Pero en nuestro caso, parece que la educación se percibe más como una amenaza que como una herramienta. El sistema educativo, en lugar de formar ciudadanos críticos y autónomos, ha sido utilizado como un mecanismo de adoctrinamiento donde el pensamiento independiente es castigado y la lealtad ciega es premiada.
Mientras en el mundo se habla de innovación, desarrollo sostenible y eficiencia en la administración pública, en Colombia debatimos si es posible gobernar a punta de discursos, decretos improvisados, falta de coordinación administrativa y parálisis gubernamental.
El problema no es solo este gobierno. Es un síntoma de una política que ha perdido su sentido de responsabilidad. Se nos ha vendido la idea de que la política es solo un juego de estrategias, cuando en realidad debería ser una vocación de servicio. Se nos ha dicho que la democracia es solo votar cada cuatro años, cuando en realidad es un compromiso constante, tanto de los gobernantes como de los ciudadanos.
Hoy, la democracia no está amenazada por un golpe blando ni por una conspiración, sino por la indolencia de quienes gobiernan, que han olvidado su propósito fundamental: servir, no servirse del poder ni alimentar el caos. Colombia no necesita discursos que dividan, ni normas que queden en el papel. Necesita gobernantes que trabajen con seriedad, que administren con eficiencia, que planifiquen con rigor y ejecuten con responsabilidad.
Un país no se construye con improvisaciones, sino con reglas claras que fomenten la inversión, con políticas que generen bienestar para quienes más lo necesitan y con un liderazgo que anteponga siempre los intereses superiores de la nación. Más que promesas vacías, anuncios que no se cumplen y reproches televisados, Colombia requiere el tiempo de sus gobernantes en compromisos genuinos, gestión efectiva y con visión de futuro que trascienda intereses personales y coyunturas.