A diez años del Caguán
La prensa apenas mencionó la fecha como un recuerdo que es mejor no tener: el 21 de febrero de 2002, Andrés Pastrana abolió la zona de distensión y puso fin a 39 meses de diálogos inútiles. A la generosidad y a la buena fe de un presidente y de un país entero, las Farc habían respondido con engaños y secuestros. No nos dejaron sino la opción de aniquilarlas por la fuerza... y es lo que estamos haciendo desde entonces.
De modo pues que seguimos viviendo a la sombra del Caguán, y por eso la fecha no debió pasar de agache. Mejor dicho: la pasamos de agache para evitarnos preguntas bien incómodas sobre lo que pasó entonces y lo que sigue pasando hasta hoy.
Para empezar, los engaños de las Farc habrían servido para justificar la escalada de una guerra cuyos costos no los pagan sólo ellas, sino muchas otras personas en Colombia: para un Estado responsable, la cosa no era tan simple como si me engañaron o si no me engañaron. Y por supuesto daría grima pensar que un presidente y un país entero se hayan dejado engañar así de fácil.
Por eso pienso que la historia es más compleja. Contrariamente a lo que suele decirse, el Caguán no fue una simple ocurrencia de campaña, porque la paz entonces no era popular (aunque el Caguán la volvería popular). La idea en realidad no fue de Andrés, sino de Clinton y sus asesores. Recordemos:
- La Guerra Fría había terminado y la Unión Soviética ya no estaba detrás de las Farc. En cambio aparecían “las nuevas amenazas”, y el narcotráfico era una de ellas. Las Farc en esto sí contaban, porque vivían en zonas de cultivos -y los gringos por fin habían logrado disminuir las siembras en Bolivia y Perú-. Por eso el Plan Colombia, que serviría de garrote, y también la zanahoria que habrían de ser los diálogos de paz.
- Y Andrés no fue elegido por sus dotes de estadista sino porque tenía la visa que Serpa había perdido por culpa de Samper. Su mandato consistía en darle gusto a Clinton, y él sí trató de hacerlo; pero era un tipo light.
El resultado fue un proceso de paz que queda resumido en dos palabras: mucha audacia para iniciar las negociaciones y mucha torpeza para adelantarlas. La audacia consistió en visitar a Marulanda y en retirar las tropas del Caguán. Pero ese arranque espectacular escondió cuatro errores garrafales. Primero, entregar 42 mil hectáreas sin imponer ninguna restricción ni condición. Segundo, no haber pedido ni acordado el minimo minimorum de cualquier negociación: reglas de juego y árbitros que aseguren el avance. Tercero, negociar como gobierno y no como país: no hubo acuerdo político ni de Estado sobre la zona de distensión, menos aún sobre la agenda o sobre las reformas. Y cuarto, no haber “sincerado” el punto decisivo de la agenda: la droga y el papel de EE.UU. en el proceso.
Así que el diálogo se fue diluyendo en nuestro mar de babas. En vez de algún acuerdo con las Farc, los funcionarios del Estado tuvieron mil peleas acerca del Caguán. En vez de agenda tuvimos un listado de 107 puntos para conversar. En vez de dos tesis opuestas, oímos un rosario de audiencias gaseosas.
Las Farc se limitaron a hacer lo que sabían: a quebrantar las leyes del Estado, a secuestrar y a cultivar la coca. Su criminalidad y su torpeza las hicieron perder el momento dorado que implicaban su avance militar en los 90 y la oportunidad de negociar con EE.UU.
Diez años y muchos muertos después, el balance del Caguán está bien claro: fue un mal comienzo y un mal final, que además enterró por muchos años la única salida donde no perdemos todos.