La voz del Papa
Las palabras del Pontífice Benedicto XVI durante su más reciente viaje han sido profundas, serias y sobre todo realistas.
Esta no fue apenas una gira diplomática, para ver cómo le iba a Felipe Calderón o cómo se encontraban los hermanos Castro, sino una misión pastoral en cuyo desarrollo se han dicho cosas de trascendencia para la humanidad entera.
En México, por ejemplo -azotado hoy por la mafia y el crimen- el Papa ha defendido una vez más, y de manera elocuente, la necesidad de que las sociedades, los Estados y las personas -cada una en el interior de su conciencia- restablezcamos y respetemos los valores y los principios.
Se entienden los mensajes pontificios de estos días, previos a la Semana Santa, como un llamado y una alerta. El Papa quiere que volvamos los ojos a nuestro propio quehacer; que retornemos al espíritu del ser humano; que vivamos una vida cristiana más auténtica; que desempeñemos algún papel respecto de lo nuestro y en relación con los demás; que le demos a nuestra propia vida un sentido que vaya más allá del placer, del poder y del dinero -los espejismos que han producido el derrumbe de las sociedades porque sus miembros, llevados por un egoísmo extremo, hemos olvidado los valores y hemos dejado de observar los principios morales y jurídicos básicos-.
Todas esas son verdades, pero en medio del vértigo en que se desenvuelve la vida actual en todos los países -mientras más adelantados, peor-, muy pocos piensan en ellas, y los que piensan no se atreven a decirlas. Se preocupan más bien por ocultarlas.
Se atreve Ratzinger, el más importante de los líderes espirituales del mundo, y un profundo conocedor de los fenómenos sociales contemporáneos, y lo hace ante el sentimiento de angustia que, en el doloroso caso de México, expresaba el arzobispo de León, Martín Rábago: “Hemos vivido en los últimos años acontecimientos de violencia y muerte que han generado una penosa sensación de temor, impotencia y duelo. Sabemos que esta dramática realidad tiene raíces perversas que la alimentan: la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, la impunidad, la deficiente procuración de justicia y el cambio cultural que lleva a la convicción de que esta vida sólo vale la pena ser vivida si se permite acumular bienes y poder, rápidamente y sin importar sus consecuencias y costo”.
No cabe duda: si individuos y colectividades no nos decidimos a retomar y a respetar valores y principios, estamos perdidos.