JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 28 de Marzo de 2012

 

La voz del Papa

Las  palabras del Pontífice Benedicto XVI durante su más reciente viaje han sido profundas, serias y sobre todo realistas.

Esta no fue apenas  una gira diplomática, para ver cómo le iba a Felipe Calderón  o cómo se encontraban  los hermanos Castro,  sino una misión pastoral en cuyo desarrollo se han dicho cosas de trascendencia para la humanidad entera.

En México, por ejemplo -azotado hoy por la mafia y el crimen- el Papa ha defendido una vez más, y de manera  elocuente, la necesidad de que las sociedades, los Estados y las personas -cada una en el interior de su conciencia- restablezcamos y respetemos  los valores y los principios.

Se entienden los mensajes pontificios de estos días, previos a la Semana Santa, como un llamado  y una alerta. El Papa quiere que volvamos los ojos a nuestro propio quehacer; que retornemos al espíritu del ser humano; que vivamos una vida cristiana más auténtica; que desempeñemos algún papel respecto de lo nuestro y en relación con los demás; que le demos a nuestra propia vida un sentido que vaya  más allá del placer, del poder y del dinero -los espejismos que han producido el derrumbe de las sociedades porque sus miembros, llevados por un egoísmo extremo, hemos olvidado los valores y hemos  dejado de observar los principios morales y jurídicos  básicos-.

Todas esas son  verdades, pero en medio del vértigo en que se desenvuelve la vida actual en todos los países -mientras más adelantados, peor-, muy pocos piensan en ellas, y los que piensan no se atreven a decirlas. Se preocupan más bien por ocultarlas.

Se atreve Ratzinger, el más importante de los líderes espirituales del mundo, y un profundo conocedor de los fenómenos sociales contemporáneos, y lo hace ante el sentimiento de angustia que, en el doloroso caso de México, expresaba el arzobispo de León, Martín Rábago: “Hemos vivido en los últimos años acontecimientos de violencia y muerte que han generado una penosa sensación de temor, impotencia y duelo. Sabemos que esta dramática realidad tiene raíces perversas que la alimentan: la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, la impunidad, la deficiente procuración de justicia y el cambio cultural que lleva a la convicción de que esta vida sólo vale la pena ser vivida si se permite acumular bienes y poder, rápidamente y sin importar sus consecuencias y costo”.

No cabe duda: si individuos y colectividades no nos decidimos  a retomar  y a respetar  valores y  principios, estamos perdidos.