Un campanazo social
Es la tragedia ocurrida en Toulouse, que duramente sacude este fin de semana a Europa, el crimen aislado de un monstruo? ¿Alguna interpretación debe hacerse de la circunstancia de la fe islámica del joven asesino? ¿Antes que enfrentamiento interreligioso, pueden diagnosticarse más hondos problemas subyacentes? Estas y otras preguntas de naturaleza similar son las que el establecimiento político francés, la academia y los medios tienen que meditar con detenimiento.
Francia ha permitido el nacimiento, malformación y asentamiento en todos sus grandes centros urbanos (París, Marsella, Toulouse, Nantes, Estrasburgo) de anillos verdaderos de miseria y exclusión, conformados en su mayoría por inmigrantes levantinos y medio orientales, desde Marruecos, Túnez y Argelia hasta más allá del Mediterráneo (Irán e Irak). La tecnocracia enarca francesa -nacida según nos dice la historia corriente como contrapeso a la retórica política- es hoy experta en toda suerte de malabarismos estadísticos para ocultar una verdad cruda: hay dos Francias dentro de una institucionalidad cada vez más cosmética cuya adhesión a los principios de igualdad y fraternidad viene mostrando fiascos públicos cada vez más inquietantes. Con lupas sociológica y económica es preciso examinar la situación.
Un joven economista checo (no llega a los 40), Tomas Sedlaceck, discípulo en primera línea de Vaclav Havel, profesor de la Universidad Carlos, señalado por Yale Economic Review como uno de los 5 economistas más perceptivos de hoy, publicó en su lengua nativa una obra fundamental que ha sido traducida simultáneamente al inglés y al alemán. The Economics of Good and Evil/ The Quest for Economic Meaning (Oxford University Press 2011) desarrolla la premisa de que la teoría económica alcanzó su punto de saturación y perdió contacto con buena parte de los elementos del mundo real. Encerradas en abstracciones matemáticas esencialmente reduccionistas que si bien expresan relaciones existentes, las formulaciones perdieron la visión de la gran pintura de la economía -sobre todo sus dolores- con la proclamación de una economía libre de valores (value-free economics).
Y economía, escribe Sedlaceck, es ante todo la identificación de ese punto que minimice mal y maximice bien. Si Marx resucitara hoy, agrega, y se diera un paseo por buen número de países, posiblemente no sería marxista, pues le correspondió vivir en el mundo de Oliver Twist. Además, todos en el mundo somos hoy comunitarios. Es decir, hemos abrazado un profundo sentido de unión dentro de una pertenencia territorial, llámese país, ciudad o pueblo. Para quien ha residido muchos años fuera de Colombia -mi caso personal- volver a la madre patria cada vez, en los últimos años, brinda prueba fehaciente de ello. Hay sentido floreciente de comunidad hoy en el país, inexistente por entero hace algunos lustros.
EE.UU., Alemania, Holanda, Canadá y Gran Bretaña muestran fuertes sentidos comunitarios dentro del juego interno de diásporas. Hay flujo continuo, en medio de las dificultades, y es satisfactorio evidenciar en qué forma el inmigrante de segunda generación es casi siempre ciudadano cabal del país anfitrión de sus padres. Porque hay políticas públicas conducentes deliberadamente a ello.
No en Francia. En la tierra del infausto Gobineau parece haberse formado un estamento estatal que no ha podido salir del esquema obtuso y suicida de dos Francias. La “vieille Patrie” de un lado y de otro la de los parvenues, de reojo mirados hoy por el Estado como en tiempos del mismo Balzac. Son los adolescentes que otean el futuro sin el mínimo asomo de esperanza.
Llegó la hora de la meta-economía, nos dice Sedlacek. En el mundo pero muy en particular en Francia, donde ha tañido, junto al crimen repudiable, un campanazo social.