P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 18 de Marzo de 2012

Jesucristo, el amor del Padre

 

“Tanto amó Dios al mundo...”: aquí reside el mensaje que la Iglesia nos transmite mediante los textos litúrgicos. Ese amor infinito de Dios ha recorrido un largo camino en la historia de la salvación, antes de llegar a expresarse en forma definitiva y última en Jesucristo (Evangelio, Jn 3,14-21). La primera lectura nos muestra en acción el amor de Dios de un modo sorprendente, como ira y castigo, para así suscitar en el pueblo el arrepentimiento y la conversión (primera lectura, 2Cro 36, 14-16.19-23).

La carta a los Efesios resalta por una parte nuestra falta de amor que causa la muerte, y el amor de Dios que nos hace retornar a la vida junto con Jesucristo (segunda lectura, Ef 2,4-10). En todo y por encima de todo, el amor de Dios en Cristo Jesús.

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Toda la historia de Dios con el hombre es una historia impresionante de amor. Dios que por amor crea, da la vida, elige a un pueblo para hacerse presente entre los hombres, se hace ‘carne’ en Jesucristo para salvarnos desde la carne... y el hombre que por orgullo rechaza el amor. Parecería que el hombre las cosas de Dios las entiende todas al revés. Parecería que Dios le quisiera enseñar a deletrear en su mente y en su vida el amor, y sólo es capaz de pronunciar el egoísmo, el odio o al menos la indiferencia a lo que no sea el propio yo. ¿Qué sucede en el corazón humano para que no pueda descubrir en Jesucristo la sublimidad del amor de Dios?

Los textos litúrgicos nos han mostrado que el amor para Dios es darse, entregarse, buscar el bien de la persona amada. Este amor no es el más frecuente entre los hombres, ni resulta fácil. Es más frecuente encerrarse en la propia concha siendo uno mismo sujeto y objeto de su amor. Es más frecuente ‘aprovecharse’ del otro (esposo o esposa, padre o hijo, amigo o amiga, acreedor o cliente, alumno o maestro, párroco o parroquiano...) para satisfacción del propio yo, de los propios intereses, gustos, pasiones. Es más frecuente buscar nuestro bien, que querer el bien de los demás. Es más fácil no darse, no hacer nada por los demás, no ayudar a quien sufre necesidad, no buscar formas concretas de amar a Dios, a nuestros hermanos en la fe, a los hombres independientemente de su religión, raza o condición. Por eso, alguien se atrevió a decir que “el tercer milenio o será cristiano, o simplemente no será”, pues el hombre terminaría autodestruyéndose. Si esto es verdad, y lo es, ¿no vale la pena vivir a fondo la vocación cristiana? ¿Por qué no luchar para instaurar en la sociedad un verdadero humanismo, es decir, un cristianismo vivido con autenticidad? ¡Vale la pena! /Fuente: Catholic.net