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No seré el primero en afirmar que la escandalosa transmisión del consejo de ministros de la semana pasada dejó en evidencia gran parte de lo que ya sabemos sobre el actual gobierno revolucionario. Su dirigente, Gustavo Petro, es un ser megalómano, machista y vicioso, que aprovecha cualquier oportunidad para romantizar el terrorismo y la dictadura y socavar nuestra cultura democrática.
Motivado por una personalidad autoritaria, la misma que poseían los peores emperadores romanos, conformó un equipo de corruptos útiles y fanáticos ideológicos, depurado gradualmente de cualquier persona con integridad moral y rigor técnico. Pero al menos en Colombia, eso ya todos lo sabíamos, salvo quienes no quieren saberlo o se rehúsan a internalizarlo, porque conservan una visión mesiánica del petrismo totalmente divorciada de la realidad. Por eso dudo, desafortunadamente, que aquella transmisión vaya a debilitar al gobierno. Al contrario, considero que con ella Petro logró, aunque sea torpemente, su objetivo principal, que era dominar la agenda mediática colombiana.
A pesar de aquel logro táctico, no comparto el pesimismo electoral de ciertas voces opositoras en este momento. Las encuestas presidenciales más recientes sugieren que la intención de voto en primera vuelta para quienes participaron en este gobierno es de alrededor del 20%. Inclusive sumando a Claudia López, quien hoy intenta desmarcarse del petrismo a pesar de haberlo apoyado con entusiasmo en el 2022, aquella cifra escasamente supera el 25%. Por otro lado, el Pacto Histórico llegó a aglutinar el 40% de la intención de voto en la primera vuelta del 2022, porcentaje generalmente consistente con las encuestas del momento, lo que le permitió ganar en segunda vuelta con un margen de apenas tres puntos porcentuales, el mandato electoral más débil desde 1994. Desde entonces han perdido la confianza de alrededor de la mitad de quienes votaron por ellos. La gran mayoría de los colombianos somos opositores.
Aun así, debemos preocuparnos por recuperar a aquella parte de la población dispuesta a tolerar, perdonar o ignorar todas las peores características de este gobierno, a aquella cuarta o quinta parte del electorado profundamente radicalizada. Para convencerlos, no bastará con criticar las más deplorables afirmaciones del mandatario, ni mucho menos compartir memes que lo humillen o menosprecien. Mientras Petro sea la figura determinante de la agenda mediática, sus mayores simpatizantes siempre estarán de su lado.
Por lo contrario, debemos enfocarnos en lo que inclusive la vicepresidenta Francia Márquez no puede negar: los últimos dos años y medio han sido catastróficos para el país. El crecimiento económico se frenó como nunca antes en este siglo, mientras que la inflación ha persistido a niveles no vistos en una generación. Hemos venido perdiendo la seguridad, sobre todo en las zonas más vulnerables del país, donde el conflicto armado regresó con aterradora intensidad. La corrupción y la impunidad han alcanzado sus niveles más absurdos e inescrupulosos, reminiscentes de la oscura era Samper que creíamos haber superado. Al mismo tiempo, todos nuestros servicios básicos están al borde del colapso, ya sea el sistema pensional, la salud, o la provisión energética. Ciertamente nos hemos recuperado de tiempos peores, pero es innegable que este gobierno ha producido en Colombia la peor crisis en varias décadas. Ninguna declaración, transmisión, discurso o meme debe distraer a nadie de esa sombría realidad.
El gran protagonista del próximo año y medio no puede ser Gustavo Petro, sino el país. Debemos obsesionarnos con los problemas que atormentan a la ciudadanía y con las soluciones que requerirán. Solamente así lograremos devolverle vida y dirección a un país petrificado.