VICENTE TORRIJOS R. | El Nuevo Siglo
Martes, 27 de Marzo de 2012

www.alberteinstein.info

 Estoy  pensando en las tablillas romanas, la biblioteca imperial de Bizancio, la de Sarajevo, los archivos del Nuevo Mundo o la biblioteca de Alejandría.

Las veo ardiendo a todas ellas alimentando el fuego de la ignorancia y el odio. Destrucción deliberada que quería borrar la identidad del otro, negar el acierto científico o eliminar para siempre cualquier rastro de fe, creencia o religión distinta.

Pienso también en los centenares de documentos valiosos que se perdieron en las bibliotecas de Hiroshima y Nagasaki.

Por supuesto, los padres del arma atómica debieron sufrir mucho con sólo imaginarlo y no en vano se convirtieron luego en los principales promotores del desarme nuclear.

Pero en su momento, al fragor de la Segunda Guerra, ellos no pudieron resistir el terrible dilema moral (¿del “mal menor”?) basado en la consideración de que el Tercer Reich podría acceder antes que los Aliados a semejante capacidad destructiva.

De hecho, Albert Einstein le escribió una carta contundente al presidente Roosevelt animándolo a tomar partido de inmediato pues, como lo diría más tarde, “si nosotros ayudamos a construir la nueva arma”, lo hicimos justamente para “impedir que los enemigos de la humanidad lo hicieran antes: dada su mentalidad, los nazis habrían consumado la destrucción y la esclavitud del resto del mundo”.

Militante y activista del Partido Democrático Alemán desde finales de la Primera Guerra, él se opuso frontalmente a las altanerías expansionistas del káiser y prefirió mantenerse siempre en el ideal republicano al lado de notables intelectuales como Max Weber, Thomas Mann y Theodor Heuss.

Premio Nobel en 1921 con tan solo 42 años, el físico no pudo tolerar el ascenso del Partido Nacional Socialista y resolvió irse a enseñar a Princeton, a finales del 32, antes que ver en el poder a la esquizofrenia hitleriana sólo dos meses más tarde.

“Para la camarilla nazi”, decía, “los judíos no son sólo un medio que desvía el resentimiento que el pueblo experimenta contra sus opresores; (los nazis) ven también en los judíos un elemento inadaptable que no puede aceptar el dogma y que amenaza su autoridad. La prueba es la fastuosa ceremonia de la quema de libros ofrecida como espectáculo por el régimen poco tiempo después de adueñarse del poder”.

Quema de libros, del legado, de las ideas. Atrocidades de las que ahora el propio Einstein y la humanidad entera pueden sentirse a salvo porque la Universidad Hebrea de Jerusalén se ha dado a la tarea de poner en el ciberespacio toda su producción, sus cartas, sus notas y hasta las confesiones más profundas del lúcido profesor, ateo, vegetariano y socialista.