Celui qui tombe, espectáculo difícil de encasillar | El Nuevo Siglo
Foto cortesía Teatro Mayor - Juan Diego Castillo
Lunes, 4 de Febrero de 2019
Emilio Sanmiguel

LA  idea de despojar el escenario de su “aforo” y presentarlo desnudo a los espectadores tiene mucho de poesía. Porque hay belleza, la belleza de la verdad, en esa vorágine de centenares de cuerdas, cables, pesos, contrapesos y escotillas de la maquinaria teatral, el “Deux ex machina” de los antiguos, que los barrocos  convirtieron en el palco escénico de hoy, con la tramoya, las barras de telones, las luces y la inalcanzable parrilla que en lo más alto del escenario maneja las cuerdas del espectáculo, una maquinaria condenada a pasar inadvertida y que algunos resuelven despojar del pudor y presentársela al auditorio.

Así, en el marco de un escenario despojado de “patas” y “bambalinas2 y con el revés de la “caja acústica” como fondo, el Teatro Mayor presentó al “Centro Coreográfico Nacional de Grenoble”, la noche del pasado sábado con la propuesta de Yoann Bourgeois (Cramans, Franco Condado, 1981) Celui qui tombe, es decir “Ese que cuelga”.

Bourgeois dirige  desde 2016, en asocio con Rachid  Ouramdane la compañía, que es uno de los 19 Centros Coreográficos nacionales de Francia. Vale esta puntualización, porque Ouramdane es un bailarín y coreógrafo de danza contemporánea en tanto que la formación de Bourgeois hunde sus raíces en el  Centro Nacional de artes circenses de Châlons-en-Champagne y también en el Centre National de danse contemporaine de Angers, pero es sin duda la estética circense la que priva en su sensibilidad.

Valgan las aclaraciones para no ir a cometer disparates con la presentación de “Celui qui tombe”, que en el sentido, al menos tradicional, no es en realidad un espectáculo de danza contemporánea. No al menos en la línea que viene del “Apolo musageta” de Balanchine de 1928, de Dalcroze, Duncan, Graham y todos sus descendientes.

O… ¿tal vez sí? Estábamos la noche de sábado ante la evidencia de que el movimiento coreográfico para mantener su vitalidad y vigencia va a la conquista de nuevos caminos. Ya de hecho, algunos protagonistas de la “danza moderna” se liberaron hasta de los grilletes que les ataban a la música y no son pocos los que coreografían prescindiendo de ella para darle cabida a otros sonidos y hasta al silencio.

Lo cierto es que “Celui qui tombe”, que apenas atinó a denominar de “Propuesta escénica”, prescinde, en el movimiento, de la música; aunque la hay: un fragmento de la “Marcha fúnebre” de la “Eroica” de Beethoven, “My way” de François y Revaux en la voz de Sinatra, hasta se oye lejana la «Casta diva» de la “Norma” belliniana con la Callas y el canto “a capella” de los bailarines… un poquito trillada la selección, hasta alcancé a temer el fragmento del “Requiem” de Mozart, por suerte me equivoqué.

Mejor paro ya de eufemismos y circunloquios: la verdad es que lo visto tuvo más de mundo del circo que del de la danza. Hubo por momentos bastante de tedio.

No voy a negar -¡líbreme Dios!- que en el espectáculo hay muchos hallazgos. El primero es el protagonismo de la maquinaria escénica, con esa plataforma de madera de seis metros de lado que descendió de lo alto con sus ocupantes, tres hombres, tres mujeres, que sí, hasta podrían ser una metáfora de una incontrolable alfombra voladora de esas de “Las mil y una noches” o hasta un homenaje a la “Balsa de la Medusa” de Géricault que cuelga de una de las paredes del Louvre.

Es de justicia dejar en claro que la preparación y entrenamiento del sexteto resultó admirable, porque mantener el ritmo del movimiento incesante a lo largo de una hora y cinco minutos no es poca cosa.

No hay duda de que es un acierto de Bourgeois explorar la idea de la centrífuga: la plataforma girando vertiginosamente mientras sus ocupantes lo hacían independientemente de ella. También lo fue que se desplazara el parapeto a todo lo ancho del escenario como un balancín y que jugaran con ella, como niños que desconocen el peligro. En un momento la elevaron hasta lo más alto del escenario, colgaba de ella uno de sus ocupantes y el auditorio podía sentir en el filo de sus butacas una extraña mezcla de asombro, peligro y vértigo. Después se irguió como una muralla, sólo uno pudo alcanzar la cima para observar a sus compañeros desde lo alto.

Propuestas interesantes. De acuerdo. Pero también es verdad que cada una de esas escenas se extendió en el tiempo más de lo conveniente y el espectáculo se acercó demasiadas veces y peligrosamente al tedio. Eso que en el primer momento era novedoso, riesgoso, audaz, incluso hermoso, perdía su encanto: y ¿ahora qué vendrá?

Inclasificable. Lo cual no quiere decir nada. Todas las novedades en el arte en algún momento lo fueron.