La Conmebol anunció que la final de vuelta por la Copa Libertadores será en Madrid, España, el 9 de diciembre. No pudieron elegir un lugar peor.
El Bernabéu es la antítesis de la Libertadores. Ese sentido del éxito, de lo “galáctico” y de lo desarrollado es lo que, precisamente, no nos gusta a nosotros los hinchas de la Copa. No nos gusta sus tribunas frías, aburridas y llenas de personas sentadas que viven el fútbol de otra manera. Digo de otra manera porque ellos son así: europeos; otras cosa.
El mayor orgullo que tenemos nosotros es la Copa. Porque es diferente. Porque es de barro, cal, de esquina. Porque no es el modelo a seguir. Porque de aquí salen esos cracks que pelean en portugués y español; no se entienden, pero igual no más da. Es esa la que nos gusta. La que tiene dos partidos en las finales (ya lo cambiaron, para mal). La que se juega de noche, pero se vive todo el día. Porque es la nuestra.
Ahora decidieron desterrarla de donde pertenece. Llevarla a lo que menos nos queremos parecer: el Real Madrid. El fútbol, como la vida, se construye en la diferencia. Nuestro antagonista es ese equipo, su hinchada, su versión del triunfo. No todo se puede ganar, pero para el Madrid sí: porque tiene plata. La misma que nos ha dicho que nuestros cracks no pueden jugar acá porque en Europa –y, ahora en China- quieren agrandar sus bolsillos. Entendible.
Los violentos están acá y allá. Al bus del Dortmund le botaron un estruendo; los hinchas del AEK casi se matan con los del Ajax; los ultras polacos acaban con ciudades cada vez que viajan en la Champions. Y, ¿es Europa la solución?
Se nos llevan los cracks. Ahora la final de la última Copa que se va jugar ida y vuelta. Todo.