La vigencia, legitimidad y fortalecimiento del régimen democrático requiere del cabal funcionamiento de sus instituciones y por consiguiente de la credibilidad y confianza que generen su actuar y sus decisiones. Hemos padecido muchas veces la tragedia de Sísifo en el recurrente propósito de superar las crecientes falencias de la administración de Justicia. En las últimas, décadas se ha intentado, sin éxito, aprobar reformas que aseguren la eficiencia, imparcialidad y probidad del aparato judicial. Ninguna de ellas ha prosperado y se han acentuado el desprestigio y desconfianza cuya erradicación adquiere hoy carácter de urgencia.
Los desafíos son muchos y de vieja data. Urge avanzar no solamente en temas relativos a su actividad, como el de los precedentes jurisprudenciales, en la modernización de su organización y actuaciones relativas a los procesos de selección de sus miembros, en la digitalización de sus trabajos, en la revisión de las competencias electivas, que distraen y politizan sus trabajos, y en los mecanismos alternativos de solución de conflictos que descongestionarían el volumen de expedientes que se acumulan en los despachos judiciales.
Por otra parte, a la coordinación de la lucha contra la cadena del narcotráfico, que incrementa los asesinatos de líderes sociales y expande la amenaza de los jíbaros sobre la salud de la juventud colombiana, se suman los efectos del hacinamiento carcelario y la permisividad que rodea la concesión de detenciones domiciliaras que estimulan la reincidencia delictiva. Desmantelar las organizaciones criminales del narco y micro tráfico es hoy imperativo inaplazable que reviste carácter de seguridad nacional.
El descubrimiento del cartel de la toga, hoy bajo investigación, y las incomprensibles y contradictorias providencias de las Altas Cortes en temas de alta sensibilidad nacional, han sembrado desconcierto y acrecentado la desconfianza en el desempeño de jueces y magistrados. El reciente hundimiento en el Congreso del proyecto de reforma de la justicia potencia el escepticismo ciudadano y refuerza el sentimiento de ingobernabilidad que se percibe en la opinión.
Por ello, la posesión de Margarita Cabello como ministra de Justicia es un poderoso mensaje de la voluntad del presidente de superar las contingencias que afectan a la justicia en Colombia. Ella no es cuota de nadie, pero por su integridad, su preparación, su desempeño en altos cargos de la justicia, une capacidad técnica y olfato y manejo político que se evidenciaron en la favorable acogida a su nombramiento en sectores ciudadanos, judiciales, empresariales y políticos. Tiene la experiencia, el conocimiento y el carácter que le permitirán construir consensos para la adopción de la reforma sustancial a la Justicia que el país necesita. Ojalá los próximos ministros reúnan las mismas virtudes que la doctora Cabello para bien del país, que necesita de la gobernabilidad del presidente Duque.