Soy un fotógrafo, medianamente conocido, ayúdame, resbalé y caí en la acera. Me estoy congelando. Mademoiselle, socórrame. ¡Garçon, llame a emergencias! Soy una persona que tuvo un accidente, ayúdenme, mañana saldrán en los periódicos como héroes… Esto podría ser el grito callado de un hombre inconsciente tirado en el suelo, extraído de un mal cuento. Pero el cuento es que es una fabulación de un hecho verdadero. El pasado 20 de enero moría el fotógrafo René Robert (85), especializado en el mundillo del flamenco, etc., etc. Fue un jueves y dos días antes, en la noche del 18 al 19 cayó -por equis razón- en algún lugar de la Rue Turbigo después de salir de un restaurante, cerca de la Place de la République de París, donde su estatua principal sostiene una tabla con la inscripción: “Droits de l’homme”.
Estuvo allí unas nueve horas a ras del pavimento, con llovizna y a unos 2ºC, en una calle donde (gracias Google Maps) a la hora del accidente, estaban abiertos restaurantes, cafés, cervecerías, coctelerías y hoteles. Una calle donde desembocan otras diez y mide algo más de 400 m. y por la que debieron transitar algunas decenas de personas aquella noche. No interesa mucho la cantidad, sino la calidad de esa gente que salió a cenar o a pasear o a emborracharse (nativos y turistas) y que no vio un habitante -tumbado en el suelo- que había estado más o menos en las mismas por el mismo lugar. Y si lo vieron, pues peor. Un clochard más, diría cualquiera, un sintecho, un homeless, un indigente, un indeseable. Un ser invisible. ¿Qué se les podía pedir a estas personas? ¿Caridad? Ahora que se envían tantos mensajes con emoticones de manos juntas (¿pidiendo rezar, pidiendo perdón, pidiendo un favor?). Y si no es la virtud teologal, entonces ¿invocamos la solidaridad? Palabras gastadas.
Uno más. El año pasado 120 murieron a la intemperie sólo en la capital francesa. Multipliquen. Cosas del sinhogarismo, sí, ya está acuñada la palabra. Miles viven en esta situación, por miles de motivos, entre ellos la indiferencia social y la inoperancia institucional. Es verdad que muchos de ellos y ellas viven en la calle y defienden ese modo de vida, pero lo que tal vez suceda es que no saben cómo pedir ayuda verdadera o no se les sabe ofrecer. En algunas ciudades grandes, hay albergues, de día y de noche, pero son soluciones pasajeras a personas que viven así por simple pobreza, problemas familiares, de adicciones, por desplazamiento. “Si tuviera que parar a revisar cada persona tirada en el suelo en la calle por la mañana no tendría ni un minuto para ir a trabajar”, escribió un tipo acerca del hecho en uno de esos tribunales online donde se instruye, se juzga y se condena toda la gracia y la desgracia humana.
No descarto que no pocas almas pensarán lo mismo, y hasta les atraería hacer clic y sacarse un selfie. Y otras se podrían preguntar ¿Dónde queda la más mínima brizna de traza humana en un acto tan simple como ayudar o pedir ayuda? ¿Cuesta tanto ese gesto instintivo? En este planeta, donde la hiperviolencia fascina, ¿qué nos puede ofrecer un crimen (porque lo es), que en lugar de sangre tan sólo nos ofreció hielo? Y otra pregunta, con respuesta: ¿Quién dio aviso a los servicios de emergencia? Pues un SDF (sí, esa es su etiqueta oficial, Sans Domicile Fixe). ¡Quién más! Por cierto, si el fallecido hubiera sido uno como el señor que alertó, un homeless de verdad, auténtico, por convicción, ni nos habríamos enterado.
*Ganador del XX Premio Ñ Clarín de Novela y finalista del V Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana con “Aquí sólo regalan perejil” (Alfaguara). En abril, Editorial Planeta (Tusquets) publicará su segunda novela
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