En 1969, año en el que tocamos la luna, apareció la balsa perdida que conmemora la ceremonia lunar en la que los Muiscas adoraban a su diosa en plenilunio, llevándole oro a la laguna de Guatavita.
La halló un campesino de Pasca, Cundinamarca, Don Timoté, dentro de una especie de vasija de barro. Recibió oferta de un traficante extranjero por ella. Pero él prefirió consultarle, sin todavía mostrar el hallazgo, al cura párroco el cual, por el claro azar o las oscuras leyes que nos rigen, era arqueólogo aficionado. ¡Y tenía un museo en Pasca!
El cura para hacerse una idea le mostró unas xilografías de antiguos tesoros perdidos, entre ellos el de La Balsa de la que solo se conservaba esa pintura pues la réplica física también se había perdido al hundirse el barco que la llevaba a Europa durante la primera guerra mundial.
Sin dudarlo Timoté la señaló.
El cura perplejo pensó, si eso fuese cierto es un hallazgo para nosotros comparable al Tutankamón para Egipto, y diría después “el imaginario colectivo desde el descubrimiento de América gira en torno al Dorado que en chibcha significa, el cacique que se dora, y los españoles tradujeron como un lugar”.
Como dudaba, Timoté le mostró un leve objeto metálico, un bastón rematado por un manojo de hojas, le dijo que era apenas la muestra de una carroza mucho más grande. Es la pieza que le falta hoy a La Balsa. El cura la examinó y le confirmó que era un trabajo de aleación en oro del arte precolombino. Timoté pedía un camioncito a cambio. Y aún se negó a mostrársela.
El cura que no sin ironía era descendiente del anticlerical general T.C. de Mosquera, porfió hasta confirmar la veracidad del hallazgo y admirar su belleza, con la ayuda de la esposa de Timoté fervorosa feligrés. Mientras tanto el traficante seguía haciendo propuestas.
Como la familia del campesino, otra coincidencia, pertenecía a una vereda comunista de la zona, tenía escrúpulos en comerciar con un gringo.
Entonces ese cura, Jaime Hincapié Santamaría que pocos recuerdan, llamó al presidente Carlos Lleras Restrepo, quien lo remitió al Banco de la República. Ellos podían comprar oro pero no tenían facultades para pagar obras de arte le dijeron, pero el funcionario Germán Botero de los Ríos, lejos de ser un burócrata apoltronado, fue sensible al prodigiosa hallazgo y logró solucionar el asunto.
El que hoy mire de frente a La Balsa del Dorado, notará la asimetría que hay en la segunda fila de los dos indígenas, el de la derecha tiene un bastoncito de árbol rematado en un manojo de hojas, el de la izquierda carece de él. Fue la muestra que el desconocido Don Timoté llevaba consigo y mostró al lamentado amigo, el cura Jaime Hincapié en el año en el que el hombre llegó a la luna y cuya historia está mejor narrada en el libro, “Otto el vendedor de música”.