En medio de las dificultades que nos aquejan pensábamos que después de conocer los candidatos presidenciales el debate se concentraría en los temas fundamentales que nos atañen como nación. Los tiempos que vivimos son propios de las incertidumbres que caracterizan los cambios de épocas, que siempre entrañan nuevas realidades culturales y políticas que modifican los equilibrios orbitales y favorecen ascensos y descensos en los poderes y civilizaciones prevalecientes.
No constituyen situaciones difíciles de percibir y reservadas a la comprensión de minorías iluminadas, porque modifican las relaciones de las personas con sus entornos de vida, extienden los instrumentos del saber, transforman las relaciones sociales y obviamente impactan las aspiraciones de vida, y con ellas los escenarios de poder y las formas e instrumentos de las rivalidades resultantes. Ningún país puede sustraerse a la comprensión de esas realidades, si quiere tener futuro.
Pertenecemos los latinoamericanos al mundo de la diversidad cultural y racial, cuya conjunción pareciera ser la sustancia del universo que emerge y en el que somos los adelantados en un escenario aún constreñido por los conflictos suscitados por su incomprensión. Colombia es quizás la más rica en diversidad, seguramente favorecida por su ubicación geográfica, puente de unión de las Américas, y que alberga todas las expresiones culturales que se encuentran diseminadas en las demás naciones de nuestro continente latinoamericano.
Sin embargo, los candidatos parecen ajenos a la realidad que los circunda, pese a las primeras expresiones en la mirada a las regiones y en la escogencia mayoritaria de candidatos vicepresidenciales afrocolombianos, que señalan las exigencias de integración de la diversidad en la impronta de los destinos de Colombia. Asistimos a una refriega entre la copia del fracasado modelo estatista, revestida de seductores mensajes engañosos, y la desestimación del cansancio que han producido políticas que no lograron consolidarse como proyecto de país. La consecuencia ha sido reducir el debate a invectivas y descalificaciones, que se tiñen de intolerancia, en el que proliferan las acusaciones, pero languidecen las propuestas.
Petro es maestro en esas lides, con un libreto en el que se permite pactos hasta con el Diablo al tiempo que reclama estándares de ética en sus contendores, o pillado en conductas punibles acude a cortinas de humo como la de amenaza recurrente de supuestos atentados, señalando como presuntos responsables a quienes serían los beneficiarios de su mentado perdón social. Una farsa siempre provoca otra, como la de buscar fortalecer su esquema de seguridad, para hacerlo más robusto y lisonjero para su ego, o la de anticipar fraude electoral, a sabiendas de que las irregularidades conocidas engrosaron impunemente su caudal electoral y sus bancadas en el Congreso.
Las prioridades de los colombianos son bien distintas a las que hasta hoy se les ofrecen. Los candidatos deben estar a la altura de las responsabilidades a las que pretenden, procurar elevar al país en los índices de desarrollo humano que merecemos, y perseverar en la construcción de un proyecto de nación en un universo que se abre a nuevas realidades. Es el reto de nuestro presente.