El país debe asumir con seriedad y responsabilidad la crisis que sacude a la nación. La sucesión de escándalos revelan el estado deplorable en el que se encuentran las tres ramas del poder público, corroídas por comportamientos propios de la cultura de la ilegalidad que se ha impuesto como referente de la ética pública y privada. La institucionalidad se desmorona en medio de un espectáculo en el que gobernantes, magistrados y congresistas pretenden eludir sus responsabilidades, y los ciudadanos se solazan con los detalles de las delaciones de los procesados en vez de preocuparse por las causas y los efectos de esa hecatombe.
Colombia padece las consecuencias de la inversión de los valores y principios que deben regentar la gestión pública y la vida privada. La aparición del narcotráfico y la permisividad que acompañó la conformación y consolidación de sus carteles, sustituyó los referentes éticos de la sociedad por la ambición del dinero fácil que otorgaba estatus y poder, aunque su consecución se lograra a costa de la privación de la vida y bienes de los demás. Ese cáncer logró expandirse con el asesinato de los mártires que intentaron oponérsele. Indolencia, Terror e Impunidad consolidaron la entronización de la cultura de la ilegalidad que hoy soportamos.
A pesar de esa tétrica realidad que hoy doblega a los colombianos, nada se hace para recuperar el rumbo de la nación. No será invitando a los perpetradores de crímenes atroces y consumados narcotraficantes al ejercicio de un espurio cogobierno y a participar en el reparto de la torta con que se asegura gobernabilidad, como se logrará erradicar la corrupción. Ni con la realización de un referendo sobre la justicia que el gobierno no está en capacidad de concebir y de llevar a cabo, ni con la aprobación de leyes de transfuguismo, o que permitan listas conjuntas entre partidos antagónicos, paroxismo del clientelismo, se recuperará la salud y prestigio de las instituciones.
El Ejecutivo, las Cortes y el Congreso carecen de capacidad y de voluntad para reformarse a sí mismas. Son rehenes de sus propias culpas y deben responder por ellas. Corresponde a la ciudadanía asumir la tarea de señalar el rumbo de la recuperación de la nación, el rescate de los valores y principios que habrán de orientarla y elegir las personas y las políticas que permitan llevar a cabo esa necesaria asepsia de la vida e instituciones nacionales.
Las vidas, carácter y programas de los candidatos deben prevalecer sobre alaridos, populismo y clientelismo para escoger a quien encarne mejor los valores y principios que el restablecimiento del país exige. Claridad, convicciones y firmeza es lo que esperamos los colombianos. Ellos tienen la palabra.