La confirmación de la Fiscalía sobre la existencia de una "empresa criminal" que saqueó la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd) y posiblemente sobornó a funcionarios del Congreso marca un hito trágico en la historia de Colombia. Este escándalo no solo implica el desfalco de fondos públicos, sino también evidencia la complicidad y corrupción, en las altas esferas del gobierno y posiblemente del Congreso. En momentos como estos, es crucial llamar la atención sobre la relevancia de los valores y la ética en la administración pública, aunque algunos líderes o, mejor dicho, anti-líderes, los consideren anticuados y obsoletos.
La corrupción desenfrenada descubierta es un hecho nefasto sobre cómo ciertos intereses individuales pueden prevalecer sobre el bien común. Esta situación resalta la urgente necesidad de reforzar los valores democráticos y la ética en todos los niveles de gobierno. Los funcionarios públicos, principalmente los que ocupan posiciones de poder, deben ser ejemplos de integridad y transparencia. La falta de estos principios no solo socava la confianza pública, sino que también erosiona las bases de nuestra democracia. Una cadena de acciones estratégicas y operativas dañinas facilitó el contubernio que desangró los recursos que pagamos todos los colombianos.
La corrupción en la Ungrd no solo ha desviado fondos esenciales, sino que ha exacerbado la pobreza en las comunidades que necesitan los recursos y aumentado la desconfianza en las instituciones públicas. Flexibilizar la ejecución de recursos sin cumplir las normas de contratación, adicionar el presupuesto de una entidad con esquemas ilegítimos para repartir recursos de emergencias -algunas genuinas y otras falsamente creadas- y repartirlos a políticos, la solicitud de coimas a contratistas, y la posible entrega de recursos a quienes organizan la agenda y manejan las sesiones en las dos más altas dignidades del Congreso son hechos del entramado que deben investigarse a fondo.
De otro lado, la suspensión del giro de 230.000 millones de pesos a La Guajira en medio del escándalo, una decisión tomada por el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, revela la profundidad del desfalco y subraya la gravedad de las irregularidades y la falta de procedimientos técnicos, jurídicos y presupuestales adecuados. Este acto es una respuesta necesaria para prevenir un daño mayor al interés público y asegurar que los recursos se manejen de manera transparente y justa.
Las repercusiones de este escándalo son profundas. Para el gobierno, implican el desafío de demostrar un compromiso real con la lucha contra la corrupción, algo difícil, pero con la obligación de desmontar procesos excepcionales en contratación y presupuesto y sancionar a los responsables.
Adicionalmente, para el gobierno, como es apenas lógico, el escándalo implicó ya otra pérdida significativa de credibilidad y confianza. Se enfrentan a un reto monumental si quieren intentar restaurar la fe de los colombianos en sus instituciones, lo cual requerirá de acciones contundentes y visibles, y de un orden y claridad que hasta ahora no han demostrado. Sin sumar las implicaciones por las afirmaciones de los imputados sobre los nuevos nombres de los involucrados.
A nivel nacional, la exposición de estos actos corruptos pone de manifiesto la necesidad urgente de fortalecer y apoyar el sistema judicial para que actúe con eficacia y rapidez contra quienes desvían fondos públicos. La percepción de impunidad debe ser erradicada y asegurar que todo responsable, sin importar su nivel jerárquico, asuma las consecuencias. Además, lograr que los recursos recuperados lleguen a quienes lo necesitan. O, acaso los niños en La Guajira, ya tienen sus derechos garantizados y atendidos.
En este trágico contexto, la ética y la responsabilidad en la administración pública se vuelven ineludibles para este gobierno y para los que vienen. La trampa de la corrupción abre huecos en la inversión, en la ausencia de solución a las comunidades, en las emergencias y en la confianza de la ciudadanía en sus instituciones.