Nada más extravagante que la pretensión del presidente de México, quién por lo pronto parece hace un buen gobierno, que exigir al Rey y al Papa que pidan perdón por lo ocurrido en el siglo XVI, durante la conquista española. Solicitar a otro que pida perdón es una extraña abrogación de las facultades de la divinidad. A menos que intente una condena legal contra ambos en alguna corte imaginaria sin sentido de prescripción temporal, para tras la sentencia, él poder perdonarlos. Corre el albur que le recuerden como en épocas más recientes, tras la Revolución mexicana, la corriente ilustrada y afrancesada no solo expropió a la iglesia sino a los indígenas de sus tierras con el argumento de que eran ya ciudadanos con igualdad de derechos y por ende no requerían de especial protección alguna.
Benito Juárez fue un ejemplo de represión contra los indígenas mexicanos. Y en esa tónica de mea culpa, sería hora de que se les devolviese al menos a ellos (ya que no a la iglesia) lo que se les quitó a la fuerza y en nombre de la igualdad y la libertad. Y urgiría proceder a buscar a los descendientes de los violentos aztecas que habían esclavizado a los mayas. Y exigir a su progenie a dar reparación moral o material por lo que hicieron sus ancestros con esos otros pobres antepasados.
En la heroica historia de los jesuitas en Paraguay escrita por Lugones éste dice, y lo reitera Borges, “Los odios históricos como la ojeriza contra Dios, son una insensatez que combaten contra el infinito o contra la nada.”
Errores y todo, la gran cultura de los mexicas en Centroamérica. Y la Inca de los Andes peruanos perdura hoy gracias a que fue España la que los conquistó, y no, por ejemplo, Inglaterra. A la que le importaba un comino si estos tenían o no alma. Procedían a exterminarlos o a venderlos como esclavos, como demuestra la colonización Norteamericana en donde sobrevivieron pocos. Pagaban a los colonos por cada cabellera de “piel roja”. O en el caso de Australia, en 1700, cuando los ingleses llegaron allí la declararon “terra nulios” es decir sin habitantes humanos. Y procedieron a cazarlos como a bestias peligrosas. Pero esos vencidos, sin BBC, no hicieron películas.
Se calcula que el número de aborígenes era de novecientos mil. Desde luego el clero anglosajón intervino poco, por cuanto estaba supeditado por ley al monarca. Y no se perdió en sensiblerías averiguando si los aborígenes tenían alma. En cambio, el cura de las Casa, así como los Dominicos, dieron esa pelea teológica y la ganaron. ¿Lo reprimió acaso la corona española? No. Lo nombraron Obispo. Eso nunca habría podido ocurrir en un país protestante, sujeto al principio “del rey la religión” como se nota en la actitud del clero luterano bajo Hitler que alcanzaron a digerir la orden de negarle a Cristo su origen judío con un argumento que rebasa este espacio.