Sergio Ramírez, premio Cervantes por su novela “Margarita está linda la mar”, vicepresidente de Nicaragua, militó en las filas del sandinismo que derrocó al dictador Somoza. En una visita a Colombia le elogié su libro, que recomiendo por su lúcida visión de la realidad durante la agitada vida del poeta Rubén Darío. Y me permití señalarle una minucia que no le resta valor, una errata en la que atribuye el Claro de Luna a Chopin, cosa que, dijo, revisaría en próxima edición.
Él se radicalizó contra Somoza desde cuando, en una manifestación estudiantil, sufrió la represión en la que murieron cuatro estudiantes. Ahora un presidente sandinista ha causado la muerte de 76, y el régimen no se da por enterado.
Ramírez ha denunciado esto con especial vehemencia a los medios internacionales. Afirma que la disciplina partidista que sirvió para derrocar a Somoza está ahora al servicio de perpetuar en el poder a la familia reinante.
La represión que por desventura padece una generación en su juventud son recuerdos imborrables que devienen cicatrices anímicas, aunque los gobiernos de turno, perdidos en la inmediatez, los consideren bagatelas. Y quedan gravitando en realidad por lo menos hasta que esa generación desaparece.
En Colombia, a fines de los años sesenta, un gobierno tuvo a bien entregar el ministerio de educación a un rígido miembro del Opus Dei. La represión se nos vino encima sin carnaval ni comparsas, como en la balada de Piero, y cuando ese mandatario pretendió su reelección fue estruendosamente derrotado. Pocos notaron la relación de causalidad, pero las secuelas de la violencia recibida perduran en la memoria aun cuando la ardiente rebeldía juvenil se aplaque y los otrora jóvenes, envejezcan. Esas heridas quedan, y así lo señala Ramírez.
Su país, así como Venezuela y Cuba escogieron un modelo autoritario que no respeta los derechos humanos, los tratan de mero formulismo burgués, acaban con la separación de poderes entre ejecutivo, legislativo y judicial. Mientras las atrocidades reciben bendiciones ideológicas. Y en cuanto al manejo de la economía, ponen al servicio del gobierno de turno la emisión de moneda, es decir niegan autonomía al banco central que salvaguarda ese derecho fundamental logrado a partir de la revolución francesa. Así las cosas, el venezolano no sabe, hoy, cuánto dinero tiene en realidad en su bolsillo. Es posible que de un día para el otro no tenga sino papel.
La izquierda de estirpe socialdemócrata es distinta. Respetan los derechos de las minorías, la libertad de opinión, pero no el monopolio de ella, el derecho de propiedad, pero procuran que este sea extensivo a la mayoría. Se vio en Chile con la presidente Bachelet. Y en Uruguay o en los países nórdicos que buscan mitigar la tendencia innata del capitalismo a concentrarse en pocas manos.
Estos son los matices que Colombia, sin tanto miedo, descubrirá en la medida en que el Estado, hasta ahora excluyente, descubra que ya la izquierda no cabe en un radio patrulla.